Se le enterró en el monte, cerca de un arroyo, cuyas
aguas bajaron muchos días mezcladas con sangre.
Octubre rojo en
Asturias, José Díaz Fernández
Félix Población
El camino es el mismo. Va de la estación de Campomanes a
Santa Cristina. La mañana era tan sofocante que se agradecía la fresca emboscadura
del sendero, desde el que se divisa el valle. Dicen que usaron hasta catapultas para disparar
dinamita y mantener al ejército varado en el pueblo durante diez días. Fue
muy dura la represión con la que se castigó aquella insurrección obrera que
tuvo a los mineros por vanguardia. Empeñaron su vida y la perdieron más de un
millar de revolucionarios. Muchos otros sufrieron tortura, cárcel y exilio.
Llevaba conmigo esa memoria, en ruta hacia una de las más
preciadas joyas del prerrománico asturiano. Mi hija apenas preguntaba, pero yo
insistía en contarle los avatares de aquella lucha por uno de cuyos escenarios
discurríamos, el llamado frente sur. Sí le interesó el fatal incidente del asno de Vega de Ciego que
los insurrectos cargaron de explosivos y mandaron al frente enemigo. El burro
se entretuvo en la hierba fresca de un atajo y saltó por los aires sin cumplir
su misión. Hay quien cuenta que regresó hasta sus remitentes causando la
consiguiente escabechina. También lo canta Rafael Alberti en un poema.
Sí me prestaron atención sus jóvenes oídos cuando nos detuvimos ante el viejo
tronco centenario de un castaño, del que habían brotado hasta siete u ocho
jóvenes ramas que se alzaban al cielo con pujante fortaleza: un médico de Lena socorrió a un camarada, que tenía con otro su
puesto de tiro sobre el tronco hueco de un viejo castaño. Una granada descuajó las
ramas jóvenes del árbol y acabó con la vida de uno de los rebeldes, que se quedó
muerto en la oquedad podrida. El que resultó herido no dejó de pedir al doctor
que lo curase pronto para volver al combate, hasta que se le apagó el aliento
bajo la lluvia.
A mi hija adolescente le encantó la iglesita por su ámbito
acogedor y recoleto, su candorosa y elemental arquitectura. Quiso saber de
inmediato qué había pasado en aquel promontorio. Era un lugar estratégico, al
alzarse la loma sobre la carretera y el ferrocarril, le dije. Lo ocupaban los
sublevados, que disponían de una pieza de artillería. Al final, un cañonazo del
ejército destrozó la bóveda, que se desplomó sobre los revolucionarios que se
parapetaban dentro. Los libros y las voces más viejas cuentan que fueron muchos
los muertos. ¿Y dónde los enterraron?, me preguntó entonces con imprevisto
interés. Igual ahora mismo estamos paseando sobre sus restos, contesté dando
voz a una crónica de la época.
Los dos miramos a la pequeña ventana trífora del ábside,
abierta a la historia desde hace más de un milenio, con mi recuerdo a las
víctimas en unos versos de Henri Michaux: Dans
les bras tordus de désirs à jamais inassouvis/ sera sa mémoire.
DdA, XI/2862
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