viernes, 28 de noviembre de 2014

NO NECESITAMOS POLÍTICOS QUE HAGAN DE LA POLÍTICA UNA IMPOSTURA CRÓNICA

 Jaime Richart

No necesitamos políticos ni militares ni tecnócratas ni leguleyos ni economistas de la Escuela de Chicago en el gobierno, sino economistas que comparten las ideas de Joseph Stiglitz y Paul Krugman. Tanta corrupción política, tanto privilegio y tanta impunidad en un país vitalista e inquieto como éste, son más nocivos para la colectividad que la corrupción en otro atrasado resignado a su perra suerte. De todos modos la corrupción no está sólo en la política; también está en la justicia, en la realeza, en el ejército, en la Iglesia, en el periodismo oficial. Y todo, dentro de un sistema penal lamentable en el que el mismo delito es robar un panecillo tanto para el pobre como para el rico, y en el que la malversación, la apropiación indebida y el saqueo en definitiva del dinero público no van unidos a la confiscación del dinero y de los bienes obtenidos con lo desvalijado. Razón por la cual bien valen unos meses o un par de años aunque sean cumplidos, si al salir de la cárcel el político o el empresario ladrón conservan el dinero y el fruto de su rapiña...
 
De todos modos, después de la dictadura, sucesivas mesnadas de políticos han estado practicando y encubriendo la corrupción, haciendo de la política una impostura crónica y fatal para este pueblo. Desde que empezaron a aparecer en esta pantomima democrática, los políticos de las cúpulas se han ido revelando como unos farsantes que aburren, como gente incapaz de entender, de sentir e incluso de pensar con rectitud. Carentes de otra inteligencia que no sea la necesaria para medrar, para descollar, para mentir, para enriquecerse y para acrecentar poder, dan la impresión de que sus títulos académicos y demás méritos los han adquirido asimismo de manera corrupta, pues esas políticas y medidas que vienen desde hace años llevando a España a la ruina y provocando por distintas causas la muerte anticipada de miles o quizá centenares de miles de personas sin disparar un solo tiro, es imposible que procedan de gente con rectitud de conciencia que haya estudiado en universidades de prestigio.

Porque, además, aburren o fatigan. Ved en qué tono se dirigen al pueblo o a sus adversarios; ved cómo leen lo que les han escrito otros que están detrás, pues carecen de aptitudes oratorias. Observadles, fijaos en esos títeres ridículos manejados por ideólogos que muñen la realidad informativa desde otros despachos y por los que fabrican la realidad material que son los verdaderos titiriteros: financieros,  banqueros, lobbys y chusma por las consecuencias para millones de personas. Por eso es preciso aislar a los ladrones, a los oportunistas, a los ventajistas, a los codiciosos, a los filisteos y a los necios que plagan las instituciones.
 
Necesitamos idealistas. Precisamos filósofos, pedagogos y maestros que, aun con debilidades de poca monta propios de todo ser humano corriente, sean espejo donde la ciudadanía se pueda mirar. Sabios, no eruditos y habilidosos para su interés y los suyos, que comprendan mejor que nadie a sus semejantes y gobiernen para todos. Necesitamos a hombres y mujeres buenos que se remonten por encima de las miserias de la condición humana, potenciadas por siglos de sofisticación que en este país han acentuado escandalosamente a lo largo de treinta y cinco años las desigualdades naturales en lugar de aminorarlas.

 Necesitamos que sean otros los que se pongan al frente, que recobren para el pueblo capacidades olvidadas; que nos devuelvan la ilusión y nos transporten a la magia de la palabra y a los hechos benefactores que vienen de la generosidad, de la filantropía, del amor a los demás; que nos traigan, en fin, la visión y el sentir de una vida colectiva superior. No superior por consumir más, ni por trabajar más, ni por ganar más, ni por ser socialmente más, sino por que nos ahuyente el miedo a vivir en una jungla, amenazados por los depredadores, es decir, escoria social que abiertamente o en la sombra nos manejan a su antojo respaldada por las policías y por los ejércitos y pagados de distintas formas por bancos, financieros, grandes fortunas y las grandes empresas, empezando por las energéticas y las telefónicas privatizadas.
 
DdA, XI/2856

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