Ana Cuevas
Llevo
unos días que no puedo quitarme de la cara la sonrisa. Es una sonrisa
plena, aunque no les negaré que también un poco aviesa, que me brota
espontánea cuando escucho el agorero aullido de la jauría
anti-esperanza. Están que muerden con la posibilidad de que se les de la
vuelta la tortilla. El populacho está pasando a la ofensiva. Ahora
somos conscientes de haber sido engañados, manipulados, expoliados y, de
propina, acusados de ser responsables de nuestras vidas en quiebra.
Demasiado vapuleo para no despertar hasta al más comatoso de los
pueblos.
El
miedo cambia de bando. Quiero creerlo. Quiero pensar que los Ratos y
los Blesas, los Fabras, los Gürtel, los Bárcenas y Pujoles, los de las
tarjetas black, los de los eres y (resumiendo para no caer en una
letanía cuasi infinita) todos los trapaceros inmorales que infectan de
punta a rabo nuestra geografía, están que no les llega la camisa al
cuerpo con la perspectiva de un frente ciudadano progresista que cree
mecanismos para evitar esta clase de fechorías. Que el monstruo bicéfalo
que juega al pin-pon con nuestra democracia entienda que unos
ratoncillos soñadores y voluntariosos planean embargarles la pelota. Al
pueblo lo que es del pueblo. También, como no puede ser de otra forma,
las riendas de su destino.
Converger
o no converger, esa es la cuestión en estos días. Mantener la identidad
pura como una virgen vestal dispuesta al sacrificio o tejer redes para
el entendimiento entre las formaciones y movimientos ciudadanos que
apuestan por una sociedad más justa y plural. A priori, hasta el
estratega más mediocre lo tendría claro: Sumar nos hace más fuertes.
Siendo más lo que nos une que lo que nos separa, no es el momento para
medir pedigrís, a ver cual es el más largo. Se trata de plantar cara a
la mayor agresión que está sufriendo la clase trabajadora desde la
dictadura y que ha conseguido excluir del injusto sistema a millones de
españoles.
Hablamos
del derecho al pan, el trabajo, el techo y la dignidad para todas y
todos. Unos mínimos fundamentales que un país civilizado tiene la
obligación de garantizar a los ciudadanos. Ha sido el lema de las
Marchas por la Dignidad pero podría extrapolarse a otras organizaciones y
movimientos que comparten los mismos principios. Si queremos que la
sonrisa permanezca inmutable estamos obligados a entendernos. Todos
juntos podemos hacer que el miedo salte de trinchera y se agarre a los
fusiles de los inmorales provocando que el tiroteo les reviente la
culata.
Pan, trabajo,
techo, dignidad y... rosas. Porque sobrevivir no es suficiente. También
los corazones tienen hambre tras este largo ayuno de ilusiones. Hambre
de justicia social, hambre de la alegría robada, mancillada. Hambre de
rosas. Ahora que recién recuperamos la sonrisa, es obligación de todos
mantenerla.
DdA, XI/2857
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