Isabel Cadenas
Voy a ser bien pensada. Voy a interpretar las declaraciones de Javier Cercas
sobre “el negocio de la memoria histórica” () como una crítica a la
industria cultural. Voy a pensar que Cercas no se refiere, como Rafael
Hernando, a los millares de personas que buscan a sus familiares que
desapareció la represión franquista. Voy a pensar que Cercas sólo dice
hoy lo que dice para armar bulla y promocionar su último libro. Voy a
leer entonces esta frase (“Se sustituyó lo objetivo por lo subjetivo. El
problema es que se convirtió en un negocio”) en clave de instituciones
culturales.
Y voy a comenzar dándole la razón:
durante muchos años proliferaron, como si se produjeran por sí solas,
novelas, series, películas, que hablaban sobre la Guerra Civil –y, en
bastante menor medida, sobre la dictadura–. Voy a ir incluso más allá:
la mayoría de esos productos culturales repetían una forma más o menos
parecida: eran eminentemente narrativos (con su inicio, su nudo, su
final), y promovían una versión del tiempo como un espacio cerrado, al
que no se podía acceder; y además sobre ellos volaba siempre un
sospechoso espíritu de reconciliación. Entre esas muchas producciones se
encontraba , claro, Soldados de Salamina
- novela que, sin duda, constituyó un negocio, en primer lugar, para el
propio Cercas, con más de millón y medio de ejemplares vendidos. Pero
no me voy a detener aquí en aquel libro; eso ya lo hizo, brillante,
Vicenç Navarro en un artículo.
Así que hubo, sí, negocio en torno a nuestro pasado reciente. Y lo
sigue habiendo. El problema es que Cercas se equivoca en el segundo
término de su apreciación: no fue el negocio de la memoria histórica:
fue el negocio de la Cultura de la Transición.
El
mecanismo que impuso la CT es conocido y no es exclusivo de nuestro
país. La historiadora francesa Annette Wieviorka lo llama “saturación”:
una memoria saturada es aquella en la que el evento que se recuerda se
desliga de las condiciones históricas que lo produjeron. Es una memoria
que pierde su efectividad histórica, una memoria despolitizada; y una
memoria, además, que produce el espejismo de estar hablando
constantemente de ella. Una memoria, en fin, que pierde el nombre de
memoria. Las obras del negocio de la industria cultural a las que,
espero, se refiere Cercas -los cuéntamecómopasó y las anatomíasdeuninstante-
son así esos productos aproblemáticos a los que nos tiene habituadas la
cultura dirigista de lo superficial, lo ahistórico, lo buenrollista que
se impuso en nuestro país de la mano del afianzamiento del capitalismo:
la saturación de la memoria es el arma más eficaz que tiene el bando
vencedor para hacer largas y sesudas disquisiciones sobre el pasado sin
cuestionar los orígenes totalitarios de su hegemonía cultural, política,
económica. Pero eso tiene, en realidad, poco que ver con la memoria; es
su simulacro.
En el Konvolut N del Libro de los pasajes,
Walter Benjamin nos dice que la historia que muestra las cosas “tal y
como fueron” fue el narcótico más poderoso de su siglo. Benjamin se
refería, como lo haría también en sus Tesis sobre la filosof í a de la historia,
a la historia positivista, a la historia del tiempo homogéneo y vacío, a
la historia del punto y final. Así funciona, exactamente, la versión
del pasado que promueve la CT y que puebla las baldas de novedades
editoriales últimamente: presentando el pasado como algo pasado, que no
nos pertenece, al que no podemos acceder. Y si no podemos acceder al
pasado, lo único que podemos hacer, y lo único que nos va a salvar, es
mirar hacia el futuro, parece decirnos al oído la CT. De nuestro
relacionarnos con el pasado en relación de igualdad nace la rabia, la
subversión, la lucha. De nuestra relación con el futuro, la docilidad.
Eso a lo que Javier Cercas llama memoria es placebo. La memoria, la que
merece llamarse así, es, ante todo, dialéctica; sea colectiva, sea
histórica o sea individual –que es, en esencia, lo mismo–. Digo esto
porque Cercas parece tener un problema no sólo con la industria y el
negocio, sino también con la subjetividad (“una memoria, que era
colectiva, se llenara de subjetividad”, comienza el artículo). Afirmar
que la memoria es, en esencia, subjetiva, no es quitarle valor al
testigo y defender la labor del historiador. La historia, y parece
mentira que haya que repetirlo, es el relato que las clases vencedoras
erigen sobre los cuerpos de aquellas personas que su poder ha seputaldo
para convertirse en tal: nada más subjetivo que un relato construido
para legitimar la opresión. Por eso, la memoria, la que –repito– merece
llamarse memoria, es un relacionarse de tú a tú con el pasado, es,
precisamente, devolverle la subjetividad a eso que el poder se encarga
de convertir en lugar cerrado, intransitable, inerte; “objetivo”.
Articular el pasado históricamente no es, nos dice Benjamin en las Tesis,
conocerlo “tal y como fue”, sino apropiarse de un recuerdo que destella
en el momento en que está en peligro. No se trata solo de cuestionar la
versión de la historia que nos han inculcado –la teoría de los dos
demonios, el fetiche de la transición–, sino de desvelar cómo sus
mecanismos siguen determinando nuestro presente: cómo alguien puede
hacerse famoso escritor hablando del pasado y después desestimar la
industria que lo alza al estrellato como si estuviera al margen, y decir
todo esto con tal impunidad. La memoria, la que merece llamarse
memoria, pone en cuestión este ser parte y juez, este servirse de
quienes fueron vencidas y vencidos y al mismo tiempo disfrutar de los
privilegios que se cimientan sobre los muchos cuerpos que aún siguen en
las cunetas. Ésa es la verdadera amenaza de la que debemos salvar
nuestra memoria, constantemente: la de convertirse en un instrumento
maleable, al servicio del poder.
ELDIARIO.ES
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