Jaime Poncela
Aníbal perdió la memoria hace ahora un verano. Ya no se acuerda, claro.
Lo bueno del Alzheimer es que no sabes desde cuando estás malo. En el
pecado de la enfermedad llevas la penitencia del olvido. Pocos meses
después de prejubilarse apenas cumplidos los sesenta Aníbal empezó a
llamar cuchara al mando a distancia de la televisión y a confundir el
cuerpo de su mujer con una maleta abandonada en ese lugar que la gente
se empeña a llamar cama. Se borraron de su cabeza los nombres de su hija
y de sus dos nietas. El verano pasado, hace nada, Aníbal recitaba aún
casi de memoria la alineación familiar, yerno incluido, cuando se
juntaban los domingos a comer una paella, pero al llegar septiembre
empezó a fijarse en aquellas caras que se asomaban a la suya con la
misma indiferencia que se mira al presentador del Telediario. En octubre
y noviembre se acortaron sus recuerdos a igual velocidad que se acortan
los días en esos meses y llegó a las Navidades con la misma memoria
limpia e inocente con la que los niños se quedan mirando las figuras del
Belén y escriben la carta a los Reyes Magos. Un día oscuro de enero
Aníbal vió en el espejo del baño a un tipo serio y despeinado que
parecía muy interesado en pegar la hebra mientras se afeitaba, pero
Aníbal no se atrevió a decirle nada porque no recordaba su propio nombre
y no era plan de hablar con desconocidos. Pasó el invierno dando paseos
cortos de casa al parque del brazo de esa mujer mayor que se empeña en
tocarle la cabeza, una cabeza que Aníbal siente por dentro como un
corcho, como un motor que no arranca, como el cerebro de una marioneta,
como la prótesis de un manco. Al volver el verano, hace unos días,
llevaron a Aníbal a ver el mar en la escalera 13 del paseo. Y de pronto
llegaron en el aire olores a barquillero, crema bronceadora de coco,
salitre y piel quemada que formaron en la cabeza del hombre un golpe de
estado neuronal, apenas una chispa en medio de la noche más profunda de
su cerebro. Aníbal empezó a llorar con el viento nordeste en la cara,
sintiendo algo que alguna vez había llamado felicidad o verano.
Artículos de Saldo DdA, XI/2.740
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