martes, 8 de julio de 2014

ANÍBAL EMPEZÓ A LLORAR CON EL VIENTO CON OLOR A BARQUILLOS

Jaime Poncela

Aníbal perdió la memoria hace ahora un verano. Ya no se acuerda, claro. Lo bueno del Alzheimer es que no sabes desde cuando estás malo. En el pecado de la enfermedad llevas la penitencia del olvido. Pocos meses después de prejubilarse apenas cumplidos los sesenta Aníbal empezó a llamar cuchara al mando a distancia de la televisión y a confundir el cuerpo de su mujer con una maleta abandonada en ese lugar que la gente se empeña a llamar cama. Se borraron de su cabeza los nombres de su hija y de sus dos nietas. El verano pasado, hace nada, Aníbal recitaba aún casi de memoria la alineación familiar, yerno incluido, cuando se juntaban los domingos a comer una paella, pero al llegar septiembre empezó a fijarse en aquellas caras que se asomaban a la suya con la misma indiferencia que se mira al presentador del Telediario. En octubre y noviembre se acortaron sus recuerdos a igual velocidad que se acortan los días en esos meses y llegó a las Navidades con la misma memoria limpia e inocente con la que los niños se quedan mirando las figuras del Belén y escriben la carta a los Reyes Magos. Un día oscuro de enero Aníbal vió en el espejo del baño a un tipo serio y despeinado que parecía muy interesado en pegar la hebra mientras se afeitaba, pero Aníbal no se atrevió a decirle nada porque no recordaba su propio nombre y no era plan de hablar con desconocidos. Pasó el invierno dando paseos cortos de casa al parque del brazo de esa mujer mayor que se empeña en tocarle la cabeza, una cabeza que Aníbal siente por dentro como un corcho, como un motor que no arranca, como el cerebro de una marioneta, como la prótesis de un manco. Al volver el verano, hace unos días, llevaron a Aníbal a ver el mar en la escalera 13 del paseo. Y de pronto llegaron en el aire olores a barquillero, crema bronceadora de coco, salitre y piel quemada que formaron en la cabeza del hombre un golpe de estado neuronal, apenas una chispa en medio de la noche más profunda de su cerebro. Aníbal empezó a llorar con el viento nordeste en la cara, sintiendo algo que alguna vez había llamado felicidad o verano.


                               Artículos de Saldo  DdA, XI/2.740                              

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