Lidia Falcón
El 29 de junio se celebra en todo el mundo el Día del Orgullo Gay. El
término tomado del inglés no puede ser más contradictorio con el hecho
que motiva la celebración –la muerte de un muchacho homosexual al caer
de un edificio, perseguido por la policía en Nueva York- y la trágica
trayectoria de los homosexuales a través de la historia. Gay significa
divertido, y nada puede ser menos divertido que haber sido perseguido
socialmente, encarcelado, torturado, sometido a tratamientos
psiquiátricos y de electroshock, castrado, sufrido la lobotomía y
finalmente ejecutado bajo los más diversos y crueles sistemas: empalado,
ahorcado, guillotinado y hasta quemado vivo. Teniendo en cuenta que
hasta 1986 la OMS no eliminó la homosexualidad del catálogo de
enfermedades mentales, ciertamente no corresponde el término divertido a
quien era víctima de semejante estigma.
Las lesbianas sufrieron menos persecución generalizada por la
situación social y familiar que viven las mujeres. Encerradas en
gineceos, reducidas al papel pasivo del ama de casa, imposibilitadas de
escoger su destino, se vieron sometidas al poder masculino sin opción
alguna. Violadas sistemáticamente por el marido que les tocara en
suerte, poco podían rebelarse. Mientras las relaciones heterosexuales se
perseguían con especial saña, las amistades femeninas eran
perfectamente toleradas.
Pero en nuestro país, y en parte de occidente, ciertamente no hay
peligro de que tales horrores se repitan contra los homosexuales ni las
lesbianas. Tras algunas décadas de lucha, la legislación española ampara
cualquier clase de relación sexual y reconoce, incluso, el derecho a
contraer matrimonio y a adoptar hijos a las parejas de hombres y de
mujeres.
En ganar esa batalla fue decisivo el apoyo que el Movimiento
Feminista prestó a las reivindicaciones gays, lideradas mayoritariamente
por hombres. Porque, al menos al principio, las lesbianas estaban
perfectamente insertadas en el Movimiento. De la misma forma que se
luchaba por alcanzar el divorcio y el aborto se planteaba el derecho a
elegir la opción sexual. Mayoritariamente, además, las militantes del MF
eran lesbianas y recuerdo el desprecio con el que miraban a las
heterosexuales, espetándoles a la menor oportunidad, “tú duermes con el
enemigo”. Lo cierto es que sin el feminismo el camino de los LGTB
hubiera sido mucho más largo y difícil. Pero, como tantas otras veces,
no nos lo agradecen.
Conseguida la máxima reivindicación: la legalización del matrimonio,
los colectivos de homosexuales jamás han vuelto a recordar que la
situación de la mujer sigue siendo la de una clase oprimida y que el
Movimiento Feminista continúa luchando solo, y acosado. No solamente no
se les ve en las manifestaciones del 8 de Marzo –el Día Internacional de
la Mujer- ni del 25 de Noviembre, sino que jamás acuden, como
organización, a los actos que programamos en denuncia de las agresiones,
explotaciones y opresiones que las mujeres seguimos sufriendo, en una
involución actual profundamente preocupante. Alcanzada la “victoria”, no
hay que acordarse de quienes aportaron esfuerzos, solidaridad, armas y
bagajes, a su lucha.
Siendo hombres los principales dirigentes del Movimiento Gay, y casi
los únicos conocidos, fue para ellos mucho más fácil obtener concesiones
de los diversos poderes, que siendo mujeres. Y además no se recatan en
demostrar que las mujeres les fastidian. Si ni siquiera despertamos en
ellos deseo sexual, ¿para qué nos necesitan? Si además observamos cual
es la postura política de los LGTB, poco se les puede atribuir de
progresistas ni en la esfera económica ni en la social. Porque, como es
de recibo, la opción sexual no es una opción ideológica. Numerosos son,
mayoritariamente los hombres, los homosexuales que tienen un credo
reaccionario. Ello también sirvió para que se aprobaran en pocas décadas
leyes igualitarias que en el caso de las mujeres tardamos más de
doscientos años en conseguir. La pertenencia de muchos a partidos como
el PP, y ya sabemos lo muy extendida que se halla la homosexualidad
entre las gentes de la Iglesia, ayudó a que los legisladores aceptaran
de buen grado el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y logrado
este, para otras quedaron las manifestaciones, las asambleas, las
sentadas, las jornadas, las denuncias y hasta las cárceles. Como las que
amenazan a las que se manifestaron hace dos días contra la Ley del
Aborto, o las madres que luchan por la custodia de sus hijos.
Y además aseguraron, como hizo Beatriz Gimeno en un artículo, que con
ello habían alcanzado al fin la dignidad de personas, como si la
dignidad dependiese del certificado expedido por el juez o el alcalde.
La dignidad es inherente a todo ser humano, sea del sexo, de la
nacionalidad, de la raza o de la etnia a la que pertenezca. La dignidad
no la confiere ni la Administración del Estado ni el cura, el pastor, el
muyahidin o el rabino. En realidad lo único que los homosexuales
consiguieron con su reivindicación fue que se abandonara la lucha por
acabar con el matrimonio, como yo pedía en el lejano año de 1973 en la
revista Triunfo, en un artículo titulado Un Derecho de Propiedad en cinco axiomas, que motivó la censura y la persecución de la revista y la mía.
Porque desde los remotos tiempos de finales del siglo XIX, cuando los
y las anarquistas vindicaban el “amor libre”, entre las que se contaba
mi abuela, Regina de Lamo, y las que continuaron como Alejandra
Kollöntai y Federica Montseny, lo que el feminismo reclama es la
abolición del matrimonio. La libertad de amar, como la libertad de
reproducción y la libertad de morir (la eutanasia) fueron las
reivindicaciones emblemáticas del movimiento anarquista y de la
organización de las “Mujeres Libres”, que llevaron el feminismo bastante
más lejos que las socialistas y las comunistas.
Es preciso concluir con la intromisión del Estado en la vida amorosa
de los hombres y de las mujeres, aunque eso, por supuesto, significaría
un cambio importante en el mantenimiento del capitalismo: ¿a quien se
controlaría? ¿y qué sería de la vivienda, de las hipotecas, de las
herencias? Mucho es lo que se juega con el matrimonio, al que los
homosexuales y lesbianas han contribuido a prestigiar, porque lo que en
realidad querían era ser admitidos en el orden burgués.
Y a partir de aquí, quizá se puede llamar gay a los homosexuales. A
las lesbianas no se las nombra -y ni siquiera se quejan- en esa enseña
del Día del Orgullo Gay. Porque ahora, ciertamente, es más divertido ser
LGTB que antes. Sobre todo porque no tiene ningún contenido político.
DdA, XI/2.741
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