José Manuel Fajardo
Es difícil escribir sobre un amigo cuando acaba de morir, porque es en
la muerte cuando las palabras se convierten sólo en sonidos, en
garabatos negros sobre el papel. Sólo después nos damos cuenta de que
curan o, si no lo logran plenamente, al menos calman el dolor.
Escribo pues sobre Ana María Matute, que se ha ido a los 88 años, una
mujer anciana, menuda, fotografiada en su silla de ruedas en los
últimos tiempos; y sin embargo es la imagen de una niña la que acude a
mi cabeza. Esa niña que protagoniza tantas de sus historias, también la
que nos deja como un último regalo: “Demonios familiares”. Esa niña de
ojos grandes y mirada directa − entre la indagación, el asombro y el
espanto− que ella misma fue un día y que la siguió habitando hasta el
último momento. “Nos morimos niños viejos”, me dijo una vez, hace ya
tres décadas, en su apartamento de Barcelona mientras tomábamos un
whisky y me leía fragmentos de la novela que escribía y reescribía
incesantemente desde hacía años: “Olvidado rey Gudú”. Creo que tenía
razón.
Otra imagen más reciente acude ahora a mi memoria. Una escena vivida
en 2011, en San Juan de Puerto Rico durante el Festival de la Palabra.
Ana María estaba sentada en un patio, en plena noche calurosa, rodeada
de buenos y reconocidos autores mucho más jóvenes que ella: Santiago
Roncagliolo, Karla Suárez, Iván Thays, Guadalupe Nettel, Andrea
Jeftanovic... Ella sostenía en la mano una copa de vino blanco y hablaba
de literatura. No hablaba de ventas ni de editores ni de críticas ni de
premios. Hablaba de literatura, de personajes que sufrían y soñaban, de
sombras y miedos, de palabras capaces de despertar cosas que ni
siquiera sabíamos que llevábamos dentro. Y sus jóvenes colegas la
miraban con la fascinación y la gratitud dibujadas en el rostro. Estaba
hablando de literatura. De la de verdad. La que no depende de éxitos ni
de fracasos. La que consigue nombrar el mundo y, a la vez, construir un
mundo propio.
Eso ha sido Ana María Matute, una Escritora con e mayúscula en unos
tiempos mezquinos, como quizás lo sean todos, que nunca consiguieron
encasillarla, porque su escritura anduvo entre el realismo y la fantasía
como esos gitanos que tanto le gustaban, errante y misteriosa, sin
dejarse atrapar por normas ni dictados. Podemos consolarnos pensado que
nos quedan sus palabras. Como lector, es cierto. Como amigo, no basta.
Puntos de Página
DdA, XI/2.740
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