Félix Población
A falta de un Valle-Inclán que lo
rediviva -por lo mucho que tiene de esperpento-, hay una urgente necesidad de
que el teatro acoja y exhiba, con toda su poderosa capacidad de evidencia y denuncia,
esa realidad sociopolítica donde la ambición y la traición a ideas y principios
éticos comportan un horizonte mediático marcado por la corrupción y la
impunidad, del que venimos teniendo noticia hasta el hartazgo día tras día
desde hace ya demasiados años.
Por eso, al sentarnos en la
butaca del María Guerrero y asomarnos a una de las más glorificadas tragedias
de Shakespeare, agradecemos la versión del avezado Juan Cavestany cambiándonos
Escocia por Galicia, al rey Duncan por
un tal Duarte, presidente de la Xunta de
Galicia, y a la ciudadela de Macbeth por el correspondiente pazo, y al castillo
de Dunsinane por el palacio de Raxoi. Esa ubicación geográfica responde no solo
a razones de equivalencia ambiental entre uno y otro país, sino a la
certidumbre de que llevando al Macbeth a nuestro noroeste, esta versión teatral
recobra una vigencia y acercamiento a
nuestros días que la hacen tan explícita como singular.
Puede que ese trasvase de
escenario y protagonistas (no de personajes) conturbe a los puristas, pero a lo
largo de la función apenas vamos a reparar en si tal traslación desvirtúa o no
la esencia de la obra. El discurrir de la acción alterna la libertad del
libreto, ceñido al conflicto de su nuevo escenario temporal, político y
geográfico, con la literalidad más estricta
debida a la voz del autor, a la que se incorporan algunos parlamentos en
gallego que no son ajenos a los escritos en el original en escocés. Este respeto fragmentario al
texto es fundamental para que a Andrés Lima, el director, no se le escape el espectáculo hacia el
panfleto y toda la vigorosa y violenta tensión de la tragedia de Shakespeare salga
indemne. Nada sería así, desde luego, si
su labor y la de todos los actores no estuvieran a la gran altura que un
Macbeth a fondo siempre requiere.
Me parece un acierto haber
repartido de modo complementario, con el plural del título, la
ambición desbocada que afecta hasta el asesinato y consume hasta el delirio a
Los Mácbez. Lima ha querido dotar a la muy cruel pareja, unida y sostenida por
su afán de poder y dominio, de una cotidianidad a pie de calle, apeando a los
personajes de su altura o distancia jerárquica originales y situándolos al
nivel del espectador para hacer así más próximas y más verosímiles también las intensas
pulsiones de su perversidad criminal.
Todo la acción discurre en medio
de una ambientación que combina el mundo tenebroso de superstición y aquelarre
de las proféticas meigas, convertidas en noctámbula prostitutas enmascaradas que deslizan su
desnudez serpenteante gracias a una excelente coreografía de Antonio Ruiz, con la mezquindad vulgar
de una politiquería corrupta y primaria, con todo su bagaje ramplón y cicatero de
hipocresía, servilismo, envidias y falta de escrúpulos.
Según se desarrolla la función,
el espectador va intuyendo que el desenlace tampoco se va a corresponder con
ese asomo de luz que en la tragedia representa Malcolm como rey salvador. Lima
no da tregua a su visión pesimista y a pesar del mitin gritón que pronuncian la
nueva presidenta de la Xunta, cuyo efecto sonoro daña los oídos por su tediosa palabrería y hueca proclamación de promesas, la sangre de
los crímenes sigue estampada en todas las manos de los personajes,
interpretados de modo notable por Chema Adeva, Jesús Barranco, Laura Galán,
Rebeca Montero y Rulo Pardo, con un trabajo sobresaliente de Carmen Machi y
Javier Gutiérrez en los papeles centrales. Además de la coreografía, ya
reseñada, me pareció destacable la música y espacio sonoro de Nick Powell, así
como las máscaras bosquianas de Celia Kretschmar.
“Cuanto más anestesia, más latido
tendrá el teatro”, dijo hace unos días el actor y dramaturgo Juan Diego Botto,
cuya exitosa obra “Un trozo invisible de este mundo” vuelve ahora a los
escenarios de Madrid. Los Mácbez de Andrés Lima y Cavestany hacen sonar con
fuerza ese latido allí donde posiblemente más nos duele a los ciudadanos: en la
gestión política, de la que depende nada menos que la regulación de nuestra
vida colectiva.
DdA, X/2.698
No hay comentarios:
Publicar un comentario