Luis Arias
No padezco la osadía del ignorante. Consciente soy de mi desconocimiento
en materia jurídica. Y no me pronunciaré en términos leguleyos acerca
del calvario que está pasando el juez Elpidio Silva. Dicho esto, al ver
parte de la grabación del juicio al magistrado, resulta imposible evitar
el bochorno y se hace muy cuesta arriba no indignarse. ¿La elocuencia
de las más altas magistraturas anda tan a ras de suelo como pudimos oir
el miércoles? ¿El dominio del idioma de quienes presiden liturgias
judiciales no da más de sí? ¿La solemnidad de la puesta en escena que
supone la celebración de un juicio que despierta un gran interés social
no exige mucho más de lo que vimos y oímos anteayer? ¿Tan oscura y
mediocre es la época que nos está tocando vivir?
¡Qué cosas pasan y nos pasan, Dios mío! En día del libro, rodeado de ellos, mientras escribo este artículo, no puedo no reparar, como dejo dicho Quevedo, en lo mucho que nos aporta escuchar con nuestros ojos a los muertos. ¿Qué fue de la elocuencia? ¿Qué se hizo de la oratoria? ¿Es de recibo que tengamos que oír tanto titubeo, tanta muletilla, tantas expresiones tópicas en una ceremonia solemne como es un juicio que despierta una enorme atención pública? ¿Así se dirimen los asuntos de mayor trascendencia mediática en este país?
Para mayor baldón, en el momento en el que se oían de parte del público comentarios desaprobatorios ante el cariz que tomaba aquello, el presidente de la Sala llamó al orden con un comentario que me descorazonó, pues dijo que aquello no era un teatro.
¿Pero hay sitio en la vida pública española para lo más definitorio de la cultura occidental? ¿Desde ciertas alturas no se piensa en la etimología del término teatro? ¿Desde determinadas jerarquías se desconoce la solemnidad de un género que es un signo claramente distintivo de toda una civilización? El teatro, bendito teatro.
¿Se hace de un juicio de esta envergadura una suerte de discusión de comunidad vecinal? ¿A semejantes grados de deterioro podemos descender? Degradada vida pública sin liturgias que nos den orgullo. Y todo esto, sin entrar en el fondo del asunto, con la historia que hay detrás, que ciertamente no es poco.
¡Qué cosas pasan y nos pasan, Dios mío! En día del libro, rodeado de ellos, mientras escribo este artículo, no puedo no reparar, como dejo dicho Quevedo, en lo mucho que nos aporta escuchar con nuestros ojos a los muertos. ¿Qué fue de la elocuencia? ¿Qué se hizo de la oratoria? ¿Es de recibo que tengamos que oír tanto titubeo, tanta muletilla, tantas expresiones tópicas en una ceremonia solemne como es un juicio que despierta una enorme atención pública? ¿Así se dirimen los asuntos de mayor trascendencia mediática en este país?
Para mayor baldón, en el momento en el que se oían de parte del público comentarios desaprobatorios ante el cariz que tomaba aquello, el presidente de la Sala llamó al orden con un comentario que me descorazonó, pues dijo que aquello no era un teatro.
¿Pero hay sitio en la vida pública española para lo más definitorio de la cultura occidental? ¿Desde ciertas alturas no se piensa en la etimología del término teatro? ¿Desde determinadas jerarquías se desconoce la solemnidad de un género que es un signo claramente distintivo de toda una civilización? El teatro, bendito teatro.
¿Se hace de un juicio de esta envergadura una suerte de discusión de comunidad vecinal? ¿A semejantes grados de deterioro podemos descender? Degradada vida pública sin liturgias que nos den orgullo. Y todo esto, sin entrar en el fondo del asunto, con la historia que hay detrás, que ciertamente no es poco.
Lo confieso: desde niño me apasionaron las películas en las que
había juicios memorables, no por los asuntos que se juzgaban, sino por
la elocuencia con que se nos obsequiaba. Por eso, al haber visto y oído
la grabación de la que venimos hablando, no pude no sentir desolación.
De juicio en juicio: un país en el que un bien social que se
atesoró con tanto tiempo y esfuerzo, como fueron las cajas de ahorro,
sufrieron, en muchos casos, ruinas, despilfarros y hasta saqueos, por la
incapacidad y por la falta de integridad moral de muchos personajes que
forman parte de la tan mal llamada clase política.
Y, al final, además de la ruina y del empobrecimiento de tantos,
lo que nos toca es tener que soportar espectáculos como el que aquí nos
trae.
Sólo un alivio, sólo una ventana abierta: a alguien, al abandonar
la sala, se le oyó decir que se sentía indignado. Ese alguien se reclamó
ciudadano.
Y es que el discurso tendría que empezar por ahí: dignidad ciudadana ofendida que no puede ni debe callarse.
DdA, X/2.682
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