La noticia me sorprendió afeitándome a las 7 am de este Viernes
Santo. La radio portátil que me regaló un amigo hace algunos años me
anunció la noticia : Gabriel García Márquez había emprendido el viaje
levitacional al país de los gitanos, de sus abuelos, padres y de todas
las « creaturas de aquel universo desaforado ». Debía dar clases a la 9,
pero un espeso sopor nostálgico invadió mi espíritu, mis gestos y no sé
por qué, evité las delicias mañaneras del viaje en el metro parisino y
con lento paso atravesé el Sena, la isla de la Cité y comencé a subir
por el bulevard Saint Michel hasta la Sorbona. Observé la plazuela
vacía, la fuente de agua, su fachada, la capilla y me senté en mi café
predilecto -Les Patios- donde acostumbro a reunirme con los estudiantes
después de clases. Bebí uno de los más negros cafés que he tomado desde
hace tiempo, mientras los primeros rayos de sol de la primavera parisina
comenzaban a caer sobre decenas de estudiantes que presurosos acudían a
clases. Afortunadamente pasó una muchacha a la que avisé que llegaría
un poco más tarde al aula, que me disculpara ante sus compañeros y que
corriera la voz en el anfiteatro.
Girando la cucharilla en el café sin azúcar rememoré la primera
lectura de « Ɔien años de soledad », con la letra de C invertida, en su
primera edición de 1967 de editorial Sudamericana, porque al dibujante
de la tapa así « se lo sopló su soberana voluntad », escribió alguna vez
GGM, burlándose de la manía interpretativa de ciertos críticos y
profesores. Ese libro lo conservé durante años en mi biblioteca.
Desapareció en uno de los treinta y tres allanamientos que sufrió mi
casa después del golpe, según la cuenta exhaustiva que llevaba mi Nana
Sonia. Con el tiempo compré otros y regalé muchos más y sigo teniendo un
ejemplar con la misma tapa pero de una edición posterior.
Hace cuarenta y siete años, catorceañero, liceano y puntudo jotoso,
ingresé con un amigo que estudiaba medicina a la casa central de la UC,
que había sido tomada por los estudiantes. Creo que él me había dicho
que necesitaban refuerzos en caso de que los gremialistas o los pacos
trataran de desalojarlos. Con Gabito, así se llamaba y se sigue llamando
mi amigo, entré a la casa central y fuimos a ver al responsable de las
guardias de vigilancias establecidas. Con Gabito habíamos comentado
desde hacía algunas semanas el recientemente publicado libro de Gabo. Yo
tenía un conocido en la librería PLA de la calle MacIver que me había
recomendado el libro y se lo había comprado. Lo leí en un fin de semana y
eufórico lo comenté con mi padre y amigos, entre ellos Gabito, que
raudo fue a comprar otro ejemplar a PLA. El libro me servía de compañía y
esa noche al ingresar a la casa central de la UC, lo llevaba en mi
bolsón de liceano. Con Gabito, hoy, eminente neurocirujano,
descifrábamos y nos perdíamos en los vericuetos, laberintos y enredos de
los Buendía, embelesados con la prosa del aracateño. Uno de los
responsables de las guardias se percató de mis cortos años : -¿Qué haces
aquí ? Mira que parece que los pacos nos van a desalojar esta noche.
-Bueno, por eso estoy aquí, para ayudarles en ese caso… Me destinaron
con Gabito a una guardia en el segundo piso, al lado de una sala de
clase que luego utilizamos como dormitorio con algunos estudiantes que
allí estaban. Las noches de la casi primavera santiaguina con la casa
central tomada eran largas y empezamos a leer en voz alta pasajes del
libro mientras nos rodeaba una docena de estudiantes de la UC. Para
algunos fue una revelación, un descubrimiento, como la había sido para
Gabito y yo. Nunca he olvidado esa lectura en voz alta, y desde
entonces, fue uno de los libros, junto al Quijote, el Canto General y
Rayuela, que siempre he guardado como almohada protectora. Aún hoy me
sorprendo cuando en medio del tedio o aridez de una clase, de una « soutenance », de
un largo viaje o espera, puedo recitar para mis adentros capítulos
enteros de esa prosa y de esa poesía. Sí, « Cien años de soledad » -como
a muchos- me ha acompañado a lo largo de estas casi cinco décadas.
Por
eso el viernes, luego de beber un café negro aunque no amargo, quise ir
a la callejuela de Cujas, al número 16, paralela a la placita de la
Sorbona. Centenares de veces he transitado por dicha callejuela para
ingresar a la facultad por esa puerta y centenares de veces al pasar
frente a la placa de bronce he tenido un pensamiento para Gabo, porque
en el Hotel Les 3 Collèges, hay desde hace años una placa que dice en
francés: « Aquí vivió el escritor colombiano Gabriel García Márquez y
escribió en 1959 su novela El coronel no tiene quien le escriba”.
El viernes por la mañana, frente al hotel me invadió una poderosa
voluntad por dejarle un mínimo testimonio de afecto a este colombiano
universal. Pensé en depositar flores, flores amarillas. Entré y le
pregunté a la recepcionista qué dónde podía comprar flores. -Mais Monsieur, celui-ci c’est un hotel…-Ya
lo sé le retorqué un poco molesto y para suavizar a la gala le mostré
la acreditación de profe. Eso la calmó un poco, pero no supo decirme
donde había un florista en todo el barrio latino a esas horas de la
mañana. Me mostró la pequeña exposición de libros de Gabo en diversas
lenguas que hay en una sala contigua a la recepción y mientras me
hablaba yo ya estaba en otra y la dejé mientras la realidad del curso al
que llegaría atrasado corroía mi ya trastabilleante conciencia
profesional. Sin embargo, crucé el Bulevard Saint Michel y en un abrir y
cerrar de ojos, corté en el jardín de Luxemburgo dos flores : un
geranio y una rosa rojas. No habían flores amarillas. Luego volví y con
la ayuda de la recepcionista las puse en la placa dedicada a GGM.
Acezando llegué al curso preparándome para desarrollar el tema de la
llamada doctrina Drago, la injerencia humanitaria, las RRII y otras
yerbas. Pedí disculpas y les conté lo que me había ocurrido. Y sin
querer comencé a hablarles un poco de lo que más arriba he relatado
torpemente. -¿Y si usted tuviera que sintetizar en pocas palabras la
obra de GGM, qué nos diría? -Ay, me dije para mis adentros, en la que te
metiste. Traté de disuadirla -Bueno, no tiene mucho que ver con nuestro
curso…pero la bella muchacha como buena gala parada en el derecho
inalienable que le asiste de preguntar a un profesor, insistió. Entonces
recordé a trastabillones a causa de la improvisada traducción
simultánea que debía hacer in petto que : « El coronel
Aureliano Buendia promovió treinta y dos levantamientos armados et
autant de fois il fut vaincu…Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete
mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola
noche…Il échappa à quatorze attentats, à soixante-trois embuscades et à
un péloton d’éxécution…Sobrevivió a una carga de estricnina en el café
(ah, por eso el café que tomó hace unos minutos estaba tan amargo,
bromeó interrumpiéndome otro estudiante, el mismo que había acotado en
tono burlonamente solemne, que arrancar flores de un jardín público
estaba puni par la loi…) y que habría bastado para matar a un
caballo…Rechazó la Orden del Mérito…Llegó a ser comandante de las
fuerzas revolucionarias ..de una frontera a otra, pero nunca permitió
que le tomaran una fotografía…Aunque peleó al frente de sus hombres, la
única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la
capitulación de Neerlandia…et vécut jusqu’à ses vieux jours des petits
poissons en or qu’il fabriquait…Tout ce qui demeure de cette succession
d’événements fut une rue à son nom dans Macondo”.
Se
produjo un silencio sepulcral y me costó enrumbar la clase y tratar los
temas previstos. A duras penas terminé y al salir a mediodía descendí
por la rue de Cujas. Pasé nuevamente delante del Hotel Les 3 Collèges y
no fue sin cierta emoción que pude constatar que había varias flores y
un papel adosado con una menuda y delicada escritura : « Aux lignées
condamnées a cent ans de solitude il leur sera donné sur terre cette
fois-ci une seconde chance / Las estirpes condenadas a cien años de
soledad tendrán esta vez una segunda oportunidad sobre la tierra ».
- Paco Peña, París, noche de Viernes Santo de 2014
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