Victorino García Calderón
Cuando estas líneas vean la luz, es muy probable que mi padre ya no
esté entre nosotros, problemas respiratorios y circulatorios le están
haciendo la vida imposible de seguir.
Lo primero que se me viene a la memoria es el día en que vio
reconocida la memoria del suyo, de mi abuelo Victorino, en una lápida
conmemorativa junto a cientos de asesinados en la guerra civil y años
siguientes en el cementerio de Salamanca lo atestigua, era el 22 de
octubre de 2011 y mi padre cerraba un capítulo de su vida, lo cuenta en
sus memorias manuscritas día a día a lo largo de los últimos treinta
años.
Andrés
nació el 23 de marzo de 1924 en Francia, en un pueblo cercano a la
frontera de Bélgica, Liessies, en el departamento Du Nord, allí pasó su
infancia, fue a la escuela y aprendió algo que nunca olvidó: el devenir
democrático y la lucha de la clase trabajadora.
Cuando en el 1931, se instauró la república mis abuelos decidieron
volver a España, había que arrimar el hombro para hacer una España libre
y democrática. Lo que nunca se imaginó mi padre es que se iba a quedar
sin el suyo en el 36, cuando una banda de asesinos falangistas fueron a
buscarle junto a su cuñado, el hermano de mi abuela, a Retortillo el día
9 de agosto para asesinarlos al día siguiente, camino de Salamanca, al
lado del río Huebra, como muy bien relata mi querido compañero y amigo
José Manuel Regalado en su libro “Los días azules”.
Desde ese día mi padre ha buscado siempre vivir lo mejor posible, se
ha divertido como el que más, ha trabajado mucho y bien en el
ferrocarril después de pasar penalidades y mucho frío de niño y de
joven, lo que le causó una lesión en los pulmones que a la postre se lo
va llevar por delante. Cuando fue ferroviario quiso hacerle un homenaje a
su padre poniendo en marcha durante el franquismo el sindicato
ferroviario de UGT. Sus viajes a Madrid, sus reuniones clandestinas
camufladas en el sindicato vertical para no levantar sospechas y sus
desvelos por los obreros mucho más incultos que él, hicieron de él un
hombre apreciado en la clase trabajadora salmantina de los años sesenta y
setenta.
A mi padre le debo que cuando decidí estudiar me apoyó en todo para
que no me pasara lo que a él, que jamás pudo hacerlo mientras que muchos
de sus compañeros de escuela, gracias a un maestro de la Institución
Libre de Enseñanza llamado don Marcelino, se fueron a la capital a
estudiar mientras él se quedaba en el pueblo cuidando cerdos. A pesar de
todo, siempre miró la vida de frente y recordando los años de su
infancia en el país vecino quiso que las casas donde vivimos, primero
entre las vías de la estación ferroviaria, luego en la casilla del paso a
nivel de la Alamedilla, después en la de la cooperativa de viviendas de
ferroviarios en Garrido y en la del pueblo de Retortillo, se parecieran
a las casas francesas que casi todas tienen jardín. Mi padre me enseñó a
amar las flores, fue una de sus pasiones junto a la de las corridas de
toros, aunque reconozco que esta última me influyó mucho de niño,
después he terminado apartándome de ella.
Pasados los años, llegó esta democracia que Andrés recibió, como
todos, con alegría. Terminó su vida laboral hace unos 25 años, que creo
han sido los más felices de su vida, para acabar un tanto defraudado por
los avatares teñidos de corrupción de los que en otros tiempos fueron
sus compañeros de sindicato.
Hace pocos días me confesó que hubiera sido mejor acabar antes de ver
cómo se degrada la vida democrática de este país, que la memoria de los
que lucharon en el franquismo y antes, en la república, no debiera
verse mancillada por la visión de un país políticamente arrodillado a
los intereses de un neoliberalismo criminal.
Mi padre dijo que siempre perdonó a los que asesinaron al suyo, pero
que nunca olvidaría nada de todo aquello, y no lo ha hecho. Lo que hace
pensar que nos deja sin haber cumplido totalmente su sueño definitivo:
el de dar sepultura digna a quien lo engendró.
En su memoria y en la de mi abuelo Victorino al que algunos
innombrables me privaron de conocer y por tanto aprender de él jugando y
del que sólo conozco unas pinturas y dibujos que dejó y que mi padre me
enseñó cuando yo era un mocoso y quería ir a la Escuela de Artes de
San Eloy para aprender a dibujar, en su memoria, digo, es de justicia,
si físicamente se puede, encontrar algún día los restos que queden de su
padre y darle el sitio que merecen, como los de cientos de miles que
aun siguen en las cunetas, entonces y sólo entonces, Andrés, mi padre, y
el suyo descansarán plenamente.
Buen viaje, padre.
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