Jaime Richart
Prescindamos por un
momento de la aberración de exaltar en las democracias burguesas al
individuo y la iniciativa privada hasta extremos nauseabundos, para
descubrir pronto que el pequeño comerciante y el empresario autónomo no
tienen ya sitio en el sistema y el individuo aislado está cada día más
indefenso. Prescindamos de que la tan cacareada iniciativa privada sólo
es de las grandes compañías y de los lobbys que lo devoran todo.
Prescindamos de la abominable desigualdad entre pobres y ricos,
espantosa en España, donde el número de los ricos ha aumentado un 20 por
ciento en el último año y la pobreza se cuenta ya por millones.
Prescindamos de la fabulosa mentira de que el mercado es libre.
Prescindamos de todo esto y veamos en qué consiste la gran mentira de
las libertades formales.
Las
libertades formales (expresión, reunión, circulación...) y los
derechos sociales (trabajo, vivienda, salud, información...) están sólo
para adornar el sistema. Porque cuando deseamos ejercitar alguna de esas
libertades y reclamamos alguno de esos derechos, nos damos de bruces
con la realidad. Y la realidad es que las libertades sin plena
independencia no sirven para nada, que la libertad comienza con la
independencia personal que la inmensa mayoría no tiene. En España, al
menos 23 millones de trabajadores que componen la población activa
-trabajando no se hace fortuna, la fortuna se hace maquinando-, dependen
de otro, de la voluntad de otro, de los poseedores de toda la riqueza
del país. Todos son siervos modernos más o menos "ilustrados" por el
utillaje tecnológico. A veces puede flotar en la atmósfera una sensación
de independencia, pero es eso, mera sugestión experimentada en fases
orgiásticas como la vivida en España dos décadas hasta hace poco. En
todo caso, a quien le han arrebatado el trabajo y la vivienda después de
haber sido engañado, carece de otros recursos y se ha quedado sin un
simple subsidio, ¿qué le importan todas las libertades formales y todos
los derechos reconocidos?
La
verdadera libertad sólo la disfrutan en este sistema los ricos, los que
tienen fortuna; esos que cuentan además con el respaldo de los de su
misma clase y con la protección de los que están para eso en las
instituciones; esos que pueden vivir donde les plazca, comprar
voluntades, contaminar, injuriar, transgredir: pueden pagarlo. Ellos no
necesitan manifestarse, ni otra información que no sea noticias del
dinero. No hay más que echar un vistazo a los acontecimientos sociales
de cada día y los personajes que están detrás.
Pues,
si carecemos de recursos propios suficientes y nuestra vida depende de
otros, de otros que nos contraten y nos paguen, de la caridad o de la
filantropía, ¿de qué nos sirven las libertades formales? ¿qué sentido
tienen esos derechos vacíos? Incluso el derecho más asequible aunque
inútil -el de manifestación- requiere permiso del poder, y ahora el
gobierno español va a recortarlo hasta la caricatura. Esto lo comprende
bien la clase política. Por eso unos, los rufianes, se aseguran el
futuro saqueando las arcas públicas, y los menos rufianes se emplean de
altos jefes en compañías indestructibles.
Seguro
es, pues, que muchos millones en este país y muchos miles de millones
en el mundo estaríamos dispuestos a renunciar al engaño de las
libertades formales con tal de que el Estado nos asegure una vida digna.
Luego, ya iríamos conquistándolas poco a poco para hacer de ese engaño
realidad: lo que ha hecho China a lo largo de seis décadas.
Lo único
que falta es una conciencia individual y colectiva situada en el peldaño
superior del entendimiento. Pues el principal obstáculo es la
configuración del cerebro de amplios sectores de población que no han
sufrido, todavía, severos embates, abusos e injusticias del sistema, ni
han adquirido plena conciencia de "el otro" y se limitan a presenciarlos
impasibles.
DdA, X/2.567
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