Francisco Asensi
El cardenal Stanislao Dziwisz, arzobispo de Cracovia y secretario del papa Wojtyla, quiere hacernos comulgar con ruedas de molino. En su libro “He vivido con un santo” afirma con aplomo y cinismo que Juan Pablo II nunca supo la verdad sobre las inmoralidades de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. Ni siquiera oyó rumores. No sabía nada, absolutamente nada. Y echa toda la culpa a la estructura burocrática vaticana, como si él no hubiese formado parte de esa Curia Romana que ahora culpabiliza.
Me he preguntado muchas veces cuántas toneladas de tierra utilizó Juan Pablo II para tapar los crímenes de pederastia de Marcial Maciel, íntimo amigo suyo y gran benefactor de la Curia Romana… Por si no fuese suficiente, lo honró en público como “guía de la juventud”.
El penoso affaire del fundador de los Legionarios aún colea y salta a
los periódicos de vez en cuando. Ahí están las numerosas víctimas
(niños o jóvenes seminaristas), adultos ahora, que creyeron ingenuamente
que en Roma encontrarían a la madre protectora. Una tras otra fueron
enviando sus denuncias al Santo Oficio de Ratzinger. Las víctimas relataban cómo el padre Marcial Maciel les sellaba los labios, recordándoles la promesa de guardar secreto y de obedecer que habían hecho. El padre Marcial Maciel
esgrimía el perverso axioma (una y mil veces repetido en el
confesonario y en las pláticas como doctrina incuestionable) de que el
que obedece nunca se equivoca. Había que obedecer al superior, aunque
mandase cosas pecaminosas, porque tenía el don del discernimiento y, en
último término, porque representaba a Dios. A los adolescentes,
desarmados de ese modo, se los llevaba a la cama. Les decía que las
masturbaciones, felaciones y otros juegos más osados a los que los
sometía, se los habían prescrito los médicos porque no encontraban otro
remedio para calmar sus dolencias crónicas. Además (les mentía) contaba
con la dispensa de Pío XII y de los otros papas que vinieron detrás. Tras someterlos a las vejaciones sexuales, Marcial Maciel los tranquilizaba paternalmente: “No te preocupes, hijo mío. Para que te quedes más tranquilo y sin remordimientos de conciencia, yo mismo te doy la absolución”. Y los mandaba luego a misa, y ponía en sus bocas la blanca hostia.
Las denuncias contra Marcial Maciel llegaron al Vaticano. El cardenal Ratzinger, entonces prefecto del Santo Oficio, ¿no informó al Juan Pablo II con quien despachaba semanalmente? ¿O fue Wojtyla quien ordenó que no se les diese curso? Las denuncias quedaron en papel mojado, olvidadas sine die… Por favor, monseñor Stanislaw Dziwisz, no nos tome por imbéciles y no pretenda hacernos comulgar con ruedas de molino.
Este cardenal polaco, hipócritamente, se echa las manos a la cabeza, escandalizado: ¡Juan Pablo II es un santo, si lo sabré yo! Él jamás supo nada de pederastas, como tampoco supo nada de Reagan. ni de la CIA, ni de Pinochet, ni de los eventos de Nicaragua (caso de Ernesto Cardenal) y de El Salvador (caso del arzobispo Romero), ni de la Teología de la Liberación, ni de la Sluba Bezpieczenstwa (la
terrible policía secreta del antiguo régimen comunista, de la que un
10% de los clérigos polacos fueron colaboracionistas), etc. etc. Ese es el núcleo biográfico que retrata al papa Wojtyla tal cual era. Ahí se ve, con hechos incontrovertibles, que Juan Pablo II
no fue un papa pastoral sino un papa iluminado, ultraconservador,
tremendamente terrenal y político, ansioso de poder. ¡No supo nada,
absolutamente nada! ¿Qué hacía, pues, un papa tan avispado como Wojtyla?
En el Vaticano (la institución mejor informada del mundo) todo,
absolutamente todo, se sabe. Ahora bien, cada cual mira las cosas con la
perspectiva del propio interés y medro. Se callan o se destapan según
los beneficios personales que puedan acarrear.
¿A cuantos cardenales no habrá comprado el tal Marcial Maciel a golpe de talonario de cifras millonarias? ¿A qué viene ahora eso de que Wojtyla no sabía nada? Alguna parte de culpa le corresponderá también al fiel secretario, hoy cardenal. El papa Wojtyla encubrió hasta su muerte a su amigo Maciel.
Impidió que se le abriese proceso alguno. A causa de su connivencia con
la pederastia y del consiguiente desprecio y falta de caridad hacia las
víctimas, Juan Pablo II no es merecedor del honor de los altares.
El cardenal Dziwisz nunca me cayó bien; y creo que no soy el único. Para los curiales del Vaticano, monseñor Stanislaw Dziwisz, secretario del papa Wojtyla,
siempre fue la persona más desconcertante de los cortesanos que le
rodearon. Desde el mismo momento que este papa tomó posesión de los
palacios apostólicos, se encargó de espantar a los italianos que
integraban “la familia pontificia” y sustituirlos por polacos. Él mismo
se convirtió en cabecilla del “clan de los polacos”, camarilla hermética
que, a lo largo del pontificado, fue adquiriendo más y más poder.
Karol Wojtyla, siendo arzobispo de Cracovia, había escogido para secretario personal al joven Stanislaw que aún no había sido ordenado in sacris.
Desde entonces siempre estuvo a su lado, vivió bajo el mismo techo, lo
acompañó en todos sus viajes, se convirtió en su sombra. Como declaraba
un arzobispo polaco, habitual comensal del papa, Stasz (como
familiarmente lo llamaban los más íntimos) era su confidente, su asesor,
su amigo entrañable a quien el papa quería como un hijo. A medida que
fueron pasando los años, monseñor Dziwisz acaparó competencias
que superaban con creces las específicas de un secretario. Pasó de ser
su fiel perrillo faldero a ser su perro guardián. A medida que las
facultades del papa mermaban, las de su valido fueron creciendo.
Monseñor Dziwisz se hizo imprescindible. Conocía como nadie los hábitos de Wojtyla y, lo que es mucho más inquietante, conocía su mente. (¿La manipulaba?). Dziwisz
estaba con el papa todo el día: comían, paseaban y rezaban juntos. Como
comentaba ese comensal polaco al que me he referido antes, en los appartamenti di terzo piano vivían el papa y Stanislaw;
luego, todos los demás. De estar hoy en uso el nepotismo como en otros
tiempos, quién sabe si este personaje, mediocre, oscuro y reservado,
hubiese acabado heredando el trono.
Monseñor Dziwisz siempre me recordó, mutatis mutandis, a sor Pascualina, aquella extraña e inquietante monja que llegó a tener tan gran ascendencia sobre Pío XII
que los mismos cardenales debían acudir a ella para solicitar
audiencia. Con los años, la monja concitó tanto resentimiento que,
apenas muerto Pío XII, los cardenales la echaron del Vaticano a cajas destempladas. Monseñor Dziwisz no ha salido del Vaticano con las manos vacías, como sor Pascualina. Ratzinger le ha regalado el arzobispado de Cracovia y un capelo cardenalicio como recompensa a los servicios prestados.
Atrio
DdA, X/2.535
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