Me ha interesado tanto como siempre Isaac Rosa cuando habla de la utilidad política del cabreo,
responsable de muchos levantamientos. Tengo mis dudas, como usted, y
además me encanta llevar la contraria a mi amigo Isaac. El cabreo es
volátil, a menudo estéril y muy fácil de manipular, como lo probaría el
ejemplo clásico de cabreo madrileño: el motín de Esquilache. Los
proverbiales cabreados al volante de un taxi, en la barra del bar o en
el andén de metro, siempre acaban votando a la derecha. La prueba: los
persistentes resultados electorales de la Comunidad de Madrid.
Cabrear a alguien es, según la Academia, “enfadar, amostazar, poner a
alguien malhumorado o receloso”. En otras palabras, debilitarle, dejarle
indefenso y a merced de cualquier oportuna manipulación. Más curiosa es
la etimología que da la RAE para “cabreo”, voz que hace venir del bajo
latín capibrevium, y a su vez del latín caput, cabeza, y brevis,
pequeña. Como los jíbaros, el cabreo nos reduce la cabeza al tamaño de
la de un niño con una rabieta. Su significado no es menos sugerente:
“documento en que el enfiteuta hace constar el reconocimiento de los
derechos del señor directo”. Por paradójico que parezca, es posible que
en el cabreo haya más de sumisión que de insurrección. El que sólo se
cabrea es que ya se ha resignado a creer que no puede cambiar nada.
En este sentido, es de notar lo que dice en cuanto al enfado el Corominas (el petit, que no tiene uno posibles para el completo), pues afirma que procede del gallegoportugués, “donde enfadarse significaba en la Edad Media 'desalentarse'” y “parece ser derivado de fado
‘hado’, ‘destino, especialmente el desfavorable’, probablemente en el
sentido de ‘entregarse a la fatalidad’, ‘ceder a ella y disculparse con
ella’”.
Nos cabreamos por lo que no tiene remedio y
no podemos cambiar, como cuando la lluvia nos sorprende sin paraguas,
pero la política no es un una fatalidad meteorológica a la que debamos
resignarnos: está en nuestras manos.
En efecto, mucho
hay de rendición en el enfado y en el cabreo, pero, tras años viviendo
en Madrid, dudo que haya tanto de conciencia que se dirige a la acción
colectiva. Son los eternos y folclóricos cabreados madrileños quienes
acaban dando mayorías al PP. Quien se cabrea lo hace en nombre propio y
sólo en lo que le concierne, como dice Isaac Rosa: se cabrea por el
retraso del metro, no tanto por los recortes en Sanidad o Educación, “ya
que la mayoría no pisa un ambulatorio ni un hospital con frecuencia. Y
en cuanto a los recortes educativos, sus efectos más graves tardarán
años en verse”. En ese sentido, el cabreo abrevia la cabeza, porque deja
ver sólo lo inmediato y lo que le perjudica a cada uno.
La toma de conciencia, la acción dirigida a la transformación de la
sociedad, debe ser racional, porque si sólo es un cabreo, bien porque
tarda el metro, bien porque la ley limita la longitud de la capa, se
convierte en una rabieta, un motín que puede ser manejado por otros en
servicio de sus propios intereses.
No te cabrees,
organízate. No te indignes, rebélate. No te enfades, porque es rendirse,
levántate y ponte a trabajar fría y eficazmente. Sine ira et studio, como recomendaba Tácito, y con alegría, como exigía Kafka: “la alegría es nuestro deber diario”.
El Diario
DdA, X/2.544
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