viernes, 22 de noviembre de 2013

ECHEMOS A LOS ECONOMISTAS Y OPTEMOS POR LOS MODESTOS CONTABLES DE TENEDURÍA

Jaime Richart


Dejemos a un lado los 3 millones de viviendas vacías y otros 3 millones de españoles sin techo, en el umbral de la pobreza o de lleno en la miseria, que existen en España. Dejemos también a un lado las construcciones (de las que no hay cifras) sin ter­minar ni ocu­par, porque, al igual que las cenizas del Vesubio petrificaron a las ciudades de Ponpeya y Herculano, las del volcán financiero las ha paralizado para siem­pre... y pa­semos a observar los millo­nes de locales comerciales que  existen sin negocio ni provecho para nadie. 

El panorama desolador de las ciudades y pueblos españoles repletos de locales comerciales vacíos, de autónomos y de la pequeña y mediana empresa, abandonados a toda esperanza de alquiler o venta, es ya una estampa de arqueología. Como esos restos enterrados en musgo y vegetación milenaria de la selva, o como esos restos marinos de barcos hundidos: jamás se volverán a vender ni a alquilar... Túmulos funerarios a pie de calle levantados uno a uno al fracaso de la economía de la acumulación del capital cuyo caos no por espectacular era menos previsible; fracaso que ya veía anunciado mucho antes de la catástrofe, para cualquiera que no estuviese aturdido por los "expertos" o por las sinuosidades economicistas o abotargado por los chanchullos financieros. Este es el drama. Para muchos la tragedia.

Pero hay algo que podemos sacar de provecho, como para Paul Claudel todas las vivencias son útiles. Y es esta letra que hemos aprendido con sangre: la economía, tanto la personal como la macroeconomía, son demasiado importantes como para dejarlas en manos de tanto economista que desvaría incapaz de relativizarlo todo. Me refiero a esos que siguen diciendo -no escarmientan-, pese a haber verificado por ellos mismos el desastre, que la economía de un Estado no es lo misma que la de una familia; que el objetivo del empresario no es ganar dinero, sino expansionar la empresa; que el fin de las naciones es crecer ad infinitum y arrojar al mercado y a la biosfera millones de toneladas de productos imperecederos o indestructibles; todo, como se observa, en detrimento del desarrollo integral del ciudadano del mundo, en tanto que rey prudente de una naturaleza a la que por encima de todo y por su propio bien debe mimar. Me refiero a esos especialistas cuyas directrices han envenenado a gobernantes, empresarios, banqueros sin escrúpulos y gente común, que han sido a buen seguro y tal como se les sigue oyendo expresar la causa de la causa de la desolación que amarga la vida a las clases sociales ordinariamente menos favorecidas y eternamente perdedoras.

La propuesta está servida: Echemos a los economistas, los brujos modernos, y a los políticos, sus lacayos: extirpémoslos de nuestras vidas: volvamos a elegir a humildes contables de libros y teneduría para andar por casa; pongámonos al nivel de los tiempos caducos que vivimos, y posiblemente todavía estemos a tiempo de encontrar, todos, un poco de felicidad.

DdA, X/2.547

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