Dejemos a un lado los 3
millones de viviendas vacías y otros 3 millones de españoles sin techo,
en el umbral de la pobreza o de lleno en la miseria, que existen en
España. Dejemos también a un lado las
construcciones (de las que no hay cifras) sin terminar ni ocupar, porque, al
igual que las cenizas del Vesubio petrificaron a las ciudades de Ponpeya y
Herculano, las del volcán financiero las ha paralizado para siempre... y pasemos
a observar los millones de locales comerciales que existen sin negocio ni provecho para
nadie.
El
panorama desolador de las ciudades y pueblos españoles repletos de
locales comerciales vacíos, de autónomos y de la pequeña y mediana
empresa, abandonados a toda esperanza de alquiler o venta, es ya una
estampa de arqueología. Como esos restos enterrados en musgo y
vegetación milenaria de la selva, o como esos restos marinos de barcos
hundidos: jamás se volverán a vender ni a alquilar... Túmulos funerarios
a pie de calle levantados uno a uno al fracaso de la economía de la
acumulación del capital cuyo caos no por espectacular era menos
previsible; fracaso que ya veía anunciado mucho antes de la catástrofe,
para cualquiera que no estuviese aturdido por los "expertos" o por las
sinuosidades economicistas o abotargado por los chanchullos financieros.
Este es el drama. Para muchos la tragedia.
Pero
hay algo que podemos sacar de provecho, como para Paul Claudel todas
las vivencias son útiles. Y es esta letra que hemos aprendido con
sangre: la economía, tanto la personal como la macroeconomía, son
demasiado importantes como para dejarlas en manos de tanto economista
que desvaría incapaz de relativizarlo todo. Me
refiero a esos que siguen diciendo -no escarmientan-, pese a haber
verificado por ellos mismos el desastre, que la economía de un Estado no
es lo misma que la de una familia; que el objetivo del empresario no es
ganar dinero, sino expansionar la empresa; que el fin de las naciones
es crecer ad infinitum y arrojar al mercado y a la biosfera millones de
toneladas de productos imperecederos o indestructibles; todo, como se
observa, en detrimento del desarrollo integral del ciudadano del mundo,
en tanto que rey prudente de una naturaleza a la que por encima de todo y
por su propio bien debe mimar. Me refiero a esos especialistas cuyas
directrices han envenenado a gobernantes, empresarios, banqueros sin
escrúpulos y gente común, que han sido a buen seguro y tal como se les
sigue oyendo expresar la causa de la causa de la desolación que amarga
la vida a las clases sociales ordinariamente menos favorecidas y
eternamente perdedoras.
La propuesta está servida: Echemos
a los economistas, los brujos modernos, y a los políticos, sus lacayos:
extirpémoslos de nuestras vidas: volvamos a elegir a humildes contables
de libros y teneduría para andar por casa; pongámonos al nivel de los
tiempos caducos que vivimos, y posiblemente todavía estemos a tiempo de
encontrar, todos, un poco de felicidad.
DdA, X/2.547
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