De una en una, de uno en uno
nadie habla de ellas y de ellos. Nadie piensa particularmente en ellas
ni en ellos. No tienen rostro. Ni alma. Gozan de un sinfín de derechos
que les atribuyen las leyes y la Constitución y la Declaración Universal
de Derechos Humanos. Todo papel mojado. En
España flotan en el magma colectivo 3.000.000 de ciudadanas y
ciudadanos sin prestación social económica ni subsidio, ni recursos
propios. Y la cifra aumenta de manera exponencial cada día, cada mes,
cada año. Es decir, 3 millones de seres humanos excluidos de la
sociedad, del reparto de la riqueza colectiva, ésa que es de todos, y
del acceso a un mínimo de dignidad.
¿Qué
se supone pueden hacer tres millones de personas sin oficio ni
beneficio, sin más consuelo y, lo que es peor, sin más esperanza que el
socorro, la caridad o la filantropía de otros? Si mendigan, son acosados
por los poderes públicos. Y si no, son multados o estorbados o
perseguidos. Si tratan de vender alguna cosa, se les relaciona con
bandas organizadas. Si protestan en la calle o en la sede de las
instituciones, se les multa o se les conduce a comisaría. Son ciudadanos
y ciudadanas que no cuentan en el concierto social, que propiamente no
existen.
Tres
millones entre cuarenta y siete millones es una doceava parte de la
población española: la parte que soporta directamente el desvalijamiento
de las arcas públicas, de las Cajas de Ahorro, de las empresas públicas
a cargo de unos puñados de facinerosos que representan quizá un 1 por
ciento; clanes que vegetan a costa de todos los demás y principalmente
de esos tres millones de desheredados de la fortuna y por si fuera poco
víctimas de honor del desguace económico de la sociedad española a que
aquellos les han sometido.
El
sistema, este sistema, no tiene soluciones para todos. Ni las prevé.
Sólo para quienes no las necesitan. El sistema funciona o no funciona.
Pero si no funciona es porque los menos abusan de los más. No porque
tres millones, como se les ha oído hasta la náusea a los intérpretes
solemnes y habituales del sistema, "no quieren trabajar", vagos,
maleantes, parásitos... sino porque vivieron confiando en el sistema y
en el futuro, y se les engañó miserablemente.
¿Qué,
repito, se puede uno imaginar que puedan hacer, y cómo pueden vivir
esos millones? ¿Qué pueden pensar acerca del derecho al voto, del
derecho al trabajo o del derecho a una vivienda digna que les atribuye,
como a todos, la ampulosa Constitución? Tres millones de personas en
estas condiciones son tres millones de desgraciados. ¿De verdad creen
los políticos, los magistrados, los empresarios, los títulos
nobiliarios, los terratenientes, los banqueros, la realeza... que esto
es una democracia, que hay justicia ordinaria, que hay justicia social,
que vale la pena luchar por sostener un modelo político que no determine
a esos y a muchos otros millones que nos solidarizamos con ellos a
maldecirlo y a maldecir a los que se creen dueños de este país y
referencia para el resto de la sociedad y se comportan como tales?
Reconózcanlo. Ellos, esos poseedores, esos saqueadores han triunfado,
pero este sistema ha fracasado. Lo que no conduce a nada es hacer lo que
los bienpensantes y los voluntariosos vienen haciendo desde que este
país se imaginó democracia: perseguir, dialéctica o materialmente, los
efectos pero dejando intactas siempre las verdaderas causas de todos los
males. La democracia no se hace por decreto o a base de decretos. Una
democracia eficaz, como la eficacia en la recaudación de impuestos (por
eso es indiferente el número de los inspectores), se constituyen por la
voluntad de todos, sin coerción. Es la voluntad mayoritaria de toda la
ciudadanía y la contribución prioritaria de los favorecidos y poderosos
lo que pone la impronta a un país digno, a una justicia digna, a una
sociedad digna, a un modelo sociopolítico digno. Y esa contribución no
existe y parece que en este país siempre faltará. Por eso lo que urge es
otro sistema de recambio. Es hora de que abandonemos tanto discutir, y
pongamos manos a la obra.
DdA, X/2.513
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