Ana Cuevas
En
los telediarios veraniegos las masacres de Siria o Egipto aparecen unos
breves minutos en nuestras pantallas. Son muertos ajenos. Cadáveres
menudos con córneas congeladas que buscan una conciencia remota que pare
las matanzas. Imágenes incómodas que no relacionamos como propias. En
todo caso servirán para que nos consolemos pensando lo afortunados que
somos puesto que, pese a la rapiña neoliberal que nos come el pan y
la esperanza, nadie nos gasea o nos llena el alma de metralla. Todavía.
Aceptamos con naturalidad lo más inaceptable. Nos hemos hecho inmunes.
Pero eso no significa que seamos más fuertes. Quizás algo más estúpidos,
si es posible. Porque al desentendernos de la desgraciada suerte de
otros pueblos, lejos de acotar estas miserias, levantamos las fronteras
para que se siga expandiendo la injusticia. Para que se nos cuele en el
patio de la casa.
La
cuestión es que pensemos que otro mundo más humano no es posible. Que
nos resignemos con el aciago destino que nos pintan. Que nos consolemos
pensando que siempre puede ser peor. Desde las montañas zapatistas de la
región mexicana de Chiapas, el subcomandante Marcos difunde otro
mensaje diferente. Apenas tiene eco en este absurdo marco de capitalismo
salvaje que se empecina en sentenciar que no hay otro camino que el de
la autofagitación de nuestra especie. Casi diez años de paz y de
progreso en medio de la selva. Una lección de dignidad que las
comunidades indígenas nos regalan como ejemplo de que sí, de que es
posible otro escenario en el que los seres humanos sean lo más
importante. De
que se puede vivir al margen de los dictámenes ultraliberales en un
escenario más justo.
Es una revolución. La Revolución con mayúsculas
porque, para conseguirlo, primero tenemos que desaprender todas las
mentiras que nos han inoculado. Y su objetivo, como responde el
subcomandante Marcos, no es la toma de ningún poder. Es, apenas algo más
difícil, un mundo nuevo. Solo debemos buscarlo en nuestros corazones y
hacerlo posible. ¡Viva Zapata!
DdA, X/2.466
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