Jaime Richart
Más allá de las razones
públicas para renunciar al papado y más allá de las interpretaciones
oficiales y oficiosas de su decisión, Benedicto XVI tiene sin duda otras
más profundas. Ratzinger,
cardenal, Benedicto XVI, papa, han sido dos personajes controvertidos
dentro de su propia Iglesia. Pero casi del mismo modo que, para los
irracionalistas, es controvertido el intelectualismo; como lo es el
papado, tanto entre los cristianos de base como para quienes no
pertenecemos a ese tinglado histórico que llaman "la Iglesia", vector de
cultura pero también de sinrazón, de crueldad y de intolerancia. ¡Ah!,
la intolerancia.
Una
Iglesia que concita teóricamente a 1.200 millones de seres humanos que
van perdiendo el fuelle de su fe a pasos de gigante; una iglesia que
pese a su pretenciosidad afecta apenas a la sexta parte de la población
del mundo, desplazada además rápidamente tanto por el islamismo como por
otras iglesias cristianas más acordes al milenio; una Iglesia que se
proclama como la única titular de la verdad, cuando el mundo sabe que
sólo existen apariencias de verdad; una Iglesia que dice tener origen
divino sin dejar de ser una asociación de humanos (detalle éste, que
siempre le ha servido para justificar lo injustificable); una iglesia
que pese a tener inspiración divina se ha pasado gran parte de su
historia a lo largo de mil quinientos años, descargando todo el peso de
su poder sobre parte de la humanidad, mezclando falsas esperanzas con
brutalidad, directa o indirecta, y misericordia con abusos a la vista de
todos o en la sombra...
Con
toda esta complejidad, más bien prolijidad; con esta manera de explicar
al mundo su presencia, su potencia y su misión, esa Iglesia sigue
pretendiendo que el orbe entienda y disculpe sus miserias seculares y
que las vocaciones no retrocedan alarmantemente cuando, por si fuera
poco, siempre se posiciona al lado de los ricos y poderosos. ¿Es verdad
que ni el uno ni la otra, ni el papa ni la curia romana, se dan cuenta
de que cada vez quedan menos prosélitos que se dejan engañar; que, a
menos que estemos ofuscados o interesados o tengamos anulada nuestra
inteligencia por su influjo, no vemos claramente que lo que hace la
Iglesia no es si no traficar con una bella doctrina? ¿Les extraña que
escaseen cada día más las vocaciones? Se da plena cuenta el mundo, pero
también sus propios administradores, algunos cardenales y numerosos
sacerdotes... con la edad. Y Ratzinger no es una excepción.
Si
en otros tiempos el catolicismo, los católicos, los teólogos y los
expertos en apologética pudieron configurar la mente de la grey, del
rebaño, es decir de los dóciles y de los no pensantes, en estos tiempos
todo eso estalla en cualquier conciencia medianamente avisada. Y esto
es lo que, a mi juicio, le ha sucedido a Benedicto, a Ratzinger, al
intelectual. Benedicto ha llegado a la médula ósea del pensamiento sin
confines que, si en unos puede generar monstruos, para un verdadero
intelectual constituye el gran sentido de la vida más allá de la
existencia neurovegetativa.
Benedicto ha
traspasado todas las paredes que se interponen entre la vulgar erudición
y el verdadero conocimiento. Y a ese "conocimiento" se llega
trascendiendo los cuatro niveles de pensamiento que hay en cada uno de
los tres planos del mismo: teórico, práctico y empírico, que culminan en
el quinto: en el silencio. Y más, cuando uno se ha pasado la vida,
antes y después, precisamente pontificando, hablando y escribiendo en
términos apodícticos (apodíctico: lo necesariamente verdadero en
filosofía, que propiamente no existe). Así las cosas, Benedicto, a
partir del día 28 de febrero se dispone a entrar en el silencio en vida,
antes de alcanzar el silencio de la muerte, para que el tránsito a su
muerte física enlace fluidamente con la vida espiritual que ya no sé si
cree le espera. Lo demás: responsabilidades, efectos y efectismos frente
al mundo, para él carece de relevancia e interés.
Esta idea, y la
luz cegadora sobre las "verdades" que ha debido predicar y las
"verdades" que encierra el Vaticano, creo es lo que ha pesado como una
losa en Benedicto. Y no sólo lo creo respecto a Benedicto, antes hombre,
cardenal y Prefecto para la defensa de la fe que llegó a cuantificar
los demonios y sus clases allá por los años 86 y luego, en tanto que
papa, arremetió contra el Islam. Esto lo digo y lo creo respecto a todos
los grandes intelectuales y a todos los grandes pensadores de la
historia cuyo pensamiento nos ha asombrado, deleitado, divertido,
formado u orientado. A través de una intensa intelectualidad es cómo les
llega la luz que acaba haciendo irrisoria "la fe"; esa luz que exhalaba
su connacional Goethe en el lecho de muerte. Y esa misma luz es la que
ha iluminado a Ratzinger antes de su fin, haciéndole comprender que su
Iglesia no tiene cabida en esta nueva Era; que su Iglesia es una nave
que va a la deriva y cada día le dan la espalda más millones de seres
humanos; que la fe no pasa de ser una declaración de intenciones
intermitente, mera intuición momentánea y por eso el creyente de oficio
(el cardenal y el papa) no puede ser comprendido por el creyente
ocasional (el hombre y el intelectual); que el ser humano, para dialogar
con el Dios real o eventual no precisa de intermediaros ni de
animadores; que no es que el Vaticano esté ocupado por lobos, es que,
salvo la mayoría de los humildes párrocos del mundo, la curia y las
prelaturas siempre han sido y son quienes verdaderamente disponen,
ordenan y deciden parapetadas tras la estampa del poder nominal del
papa. Esto es lo que ha "descubierto" Ratzinger tras siete años como
papa. Y ahora, al igual que los esquimales cuando comprenden que ha
llegado su hora se adentran en la espesura de la niebla hiperbórea para
que los osos acaben con su vida natural, después de haber contado los
demonios y de haber dicho otras tonterías como humano que es, se va
Benedicto para eludir la Pasión innecesaria a que le sometían los lobos
de su santa Iglesia. Pero también, tras el Ratzinger que atisba su
redención en vida en lo inefable del silencio.
En suma, a mis
expensas afirmo que Benedicto se ha caído del caballo cuyas bridas
conducía y sujetaba Ratzinger, por motivos exactamente opuestos a los
que hicieron caer del suyo a San Pablo. Como debe ser. Estaba escrito.
DdA, IX/2.306
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