lunes, 4 de febrero de 2013

EL PARTIDO POPULAR O LA PUTREFACCIÓN DE LA CORRUPCIÓN


Jaime Richart

La corrupción es un proceso de descomposición de lo conforme a su naturaleza. La putrefacción es la fase más avanzada de la corrupción, la misma naturaleza muerta. Pues bien, desde que murió en la cama el dictador y a juz­gar por las noticias que nos han ido llegando a lo largo de los años, el partido en el gobierno nació corrupto y siguió corrupto hasta desvelarse su estado de putrefacción. Ca­rece de todo sentido que los dos periódicos principales del país maquinen o inventen lo publicado en claves de cons­piración. Desde hace mucho los ciudadanos comunes pre­sumíamos lo ya de todos conocido.

No es necesario esperar a pruebas grafológicas. La pre­sunción de indignidad viene de muy lejos en el tiempo, y ni la catadura de los políticos prescribe ni  una sentencia decide la honorabilidad de una persona o de un político. La fama de los políticos, y con mayor razón la de los go­bernantes, viene de sus decisiones, de su capacidad para convencer y de su apariencia de integridad. Las personas inspiramos o no confianza. La confianza ni se exige ni impone. No basta ser honesto. Como la mujer del César, debe parecerlo. Pues bien, la historia y la trayectoria del partido del go­bierno, en el sentir de la ciudadanía actúan en contra suya. A lo largo de estos 38 años su ejecutoria está tachonada de maquinaciones, de engaños, de ocultaciones, de prepoten­cia, de torpezas, de despilfarros y de abuso...

 El proceso de corrupción del partido propiamente dicho empieza con la fundación, con otras siglas, de una banda de aficionados a cargo de un ministro del dictador (luego su albacea político, Fraga Iribarne), que fue pieza clave del franquismo tardío y que se metamorfoseó para propi­ciar el arranque del régimen supuestamente democrático que sucedió a la dictadura. Los textos de la constitución y del referendo para aprobar la monarquía fueron cosa suya. Hay que tener presente que el ejército de entonces era más franquista que el propio tirano, y, antes de acudir a las ur­nas el pueblo, marcado por 40 años de opresión, tuvo que sopesar rápidamente la amenaza de un posible golpe de Estado si no aprobaba el caramelo envenenado que había en la oferta de votar un texto llamado Constitución que aparentaba significar un pacto entre el poder amorfo en aquel momento y el pueblo, por un lado, y a un monarca elegido previamente por el dictador, por otro.

En semejante situación el trípode formado por constitu­ción, monarquía y democracia nacían viciadas de consen­timiento. El pueblo firmó el contrato social rousseauniano, sin poder leer la letra pequeña que significaban las conse­cuencias posteriores hasta hoy de aquellas aprobaciones, ni tener opción de abstenerse de votar que podía ser más peligroso.

 A partir de aquí los ganadores de la guerra civil y sus herederos que durante la dictadura medraron y se enrique­cieron sin cortapisas, tomaron las posiciones clave en los planos social, económico e institucional del nuevo marco político. Y desde entonces, con la jactancia de los que se saben dueños de la situación y del suelo patrio y el consa­bido apoyo de la iglesia nacionalcatolicista, han seguido controlando hasta hoy mismo las bases de toda sociedad capitalista: dinero, justicia, banca, empresa y medios. Son esos patricios los que forman ahora el grueso de la clase gobernante en el Estado, en las Autonomías y en los mu­nicipios. Así, después de haber reinado social, económica y empresarialmente durante la dictadura, han vuelto a co­par la mayor parte del poder que  habían detentado enton­ces sus padres y sus abuelos. Todos ricos y todos situados en las esferas más altas de las instituciones; todos patricios con apellidos que más o menos se repiten a lo largo de los siglos del poder fáctico en España.

En tales condiciones es claro que desde el principio, desde la mismísima génesis, ese partido llamado conser­vador mutado a neoliberal ya era corrupto.   Lo que ocurre ahora es que por unas dificultosas o casuales investigacio­nes practicadas por sectores de la policía y los medios principales (facilitadas probablemente por gente del mismo partido en lucha intestina) sale a flote la podre­dumbre contenida durante las dos décadas que siguieron a la primera etapa de la toma de posiciones suya en la so­ciedad española; una sociedad que jamás acaba de zafarse de los abusos y el zarandeo de caciques y de pícaros, y si no, de pusilánimes que lo consienten incapaces de dar un paso para adoptar medidas revolucionarias cuando, casi por suerte, se encuentran al frente del Poder. Este es el drama de un país a la deriva plagado de patriotas que se llevan el dinero fuera, y de renegados de la nacionalidad que ni podemos desalojar a esa chusma que nos oprime ni tampoco abandonarlo. En suma, la desvergūenza de esa facción en el gobierno, trufada de picaresca española y de depredación neoliberal, hoy se comunica con la desvergūenza fascista de esa misma facción de ayer.

 La cúpula del partido clama ahora por la transparencia y contra la corrupción. Pues hay un refrán español, tan sabio como todos, que dice: "El primero que grita ¡al ladrón! es el ladrón".


PUNTOS DE PÁGINA  

Los corruptos siempre responden a un determinado patrón de comportamiento. Cuando son descubiertos niegan los hechos que se les imputan; luego atribuyen la acusación a sus adversarios; de inmediato reciben la solidaridad de sus respectivas organizaciones y más tarde -demasiado tarde- se someten a la justicia que se toma la instrucción del caso y su enjuiciamiento con plazos tan letales que la justicia, por diferida, deja de serlo. +@José Antonio Zarzalejos

DdA, IX/2.295

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