Ana Cuevas
Cuando
comencé a trabajar de limpiadora, con apenas dieciocho años, las
condiciones laborales eran poco menos que esclavistas. Mis compañeras
eran mayoritariamente mujeres de extracción social muy humilde. Muchas
capitaneaban familias uniparentales y debían lidiar solas con la
educación y el sustento de su prole. Si eres mujer y pobre, la vida
tiende a ensañarse con más crueldad, es un hecho. Sin oportunidades para
la formación, el analfabetismo era habitual en nuestro gremio. Algo que
era visto como una cualidad por el patrón que no quería marisabidillas
enarbolando sus fregonas. La precariedad y el miedo a no poder llevar el
sustento a casa, unido al desconocimiento de sus derechos, les
proporcionaban trabajadoras más dóciles y maleables.
En esos
tenebrosos tiempos, en los que las coacciones y amenazas formaban parte
del protocolo empresarial, me decidí a ser sindicalista. Fueron años
emocionantes en los que mi gente me mostró la grandeza de un espíritu
solidario y combativo. Aprendí más en las trincheras, codo a codo con
estas regias luchadoras, que escuchando las disertaciones de los
eruditos en cualquier remota aula. Sindicatos y trabajadores, como un
solo bloque, conseguimos remontar la penuria y dignificar nuestros
empleos.
El año pasado, tras pasar una década en barbecho, volví al
sindicalismo. Me encontré un escenario de desconfianza hacia todo lo
relacionado con los sindicatos. Una insidia antisindical que la
rampante derecha ha difundido entre la clase trabajadora con el único
propósito de mantenerla cautiva y desarmada ante los intereses
patronales.
Es cierto que los sindicalistas no somos ángeles. Muchas
veces nos equivocamos y erramos la estrategia. También es verdad que
algunos representantes de los trabajadores ensucian la confianza que han
recibido sacando provecho de su posición. Para éstos, ni agua. Cada
cual deberá limpiar su casa sindical de alimañas y chupópteros si quiere
recuperar la credibilidad. La época que atravesamos requiere compromiso
y transparencia. Pero lo que es obvio es que necesitamos estructuras
sindicales para defendernos de la ofensiva del capital.
Lo que ahora han
derrumbado a cañonazos, lo construimos entre muchos con sangre, sudor y
lágrimas. Los sindicatos obraron un papel indiscutible pero, sin el
apoyo de la gente, no hubieran conseguido nada. A pesar de que sus
sombras también me decepcionan y desearía unos sindicatos más
beligerantes, honrados y posicionados a la izquierda, no creo que sea
buena idea tirar toda la casa porque tiene una gotera. Lo suyo sería
reformarla. Pues eso, manos a la obra. Refundemos el sindicalismo.
PUNTOS DE PÁGINA
Existen tipos admirables que no están dispuestos a claudicar frente a la
adversidad. Ningún político conseguirá que se traguen una rueda de
molino, ningún obispo les obligará a arrodillarse, ningún vendedor de
peines intelectual les hará perder el tiempo y si la vida se les tuerce
con una mala racha, con la crisis, la depresión y el paro, tratarán de
soportar la dificultad sin romperse nunca por dentro. Son los últimos
románticos de la resistencia que, desde la clandestinidad, se enfrentan
cada día a la miseria moral que intenta anularlos. Oh, bella, ciao. +@Manuel Vicent
DdA, IX/2.268
1 comentario:
Bravo, Ana. Seguimos caminando
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