A medida que pasan los años, esta obra de Alfonso Vallejo, escrita hace casi tres decenios, tiene mayor vigencia, aunque el autor debería hacer constar en el libreto de algún modo que cuando fue concebida no eran posibles aún las pruebas de ADN. Bastaría, por ejemplo, con dar fecha al periódico que en un momento dado de la representación utilizan los personajes.
En “Gaviotas subterráneas”, título que quizá peque de oscuro y poco mediático, dos personajes, unidos por una vieja amistad, hacen balance de su relación después de que uno de ello ellos plantee al otro la posibilidad de ganar mucho dinero si le presta su colaboración para fingir su muerte en un accidente. Quien ha de ofrecer esa ayuda, Mario, un músico malogrado, parte al mismo tiempo de la suspicacia y el afecto que le tiene a su amigo, mientras que este, Nino, empleado de una empresa de seguros, recurre a la amistad de Mario para convertirla en cómplice de su inmoral afán de riqueza. En Mario pesan las decepciones, desaires y disgustos que le ha prodigado Nino en el pasado, pero al mismo tiempo parece proclive a colaborar con su amigo según se va desarrollando la función, algo que propiciará unos cambios de actitud en la personalidad de Mario que Chema Adeva, el actor, interpreta magníficamente, hasta el punto de plantear en el espectador una fundamentada duda acerca de la deriva del personaje.
También Fernando Romo (Nino) tiene ante sí un papel lleno de complejidad, sobre todo al término de la obra, cuando su amigo lo conduce a una situación de dependencia absoluta y lo que se presumía como un pingüe negocio a compartir entre ambos se torna para él en una coyuntura desesperada, resuelta por el actor con notable solvencia.
Esa tensión final del espectáculo, acaso excesivamente prolongada, en la que no se sabe si Mario va a convertirse en Nino y Nino en Mario, una vez confesadas sus miserias morales, es sin duda el desafío actoral más exigente de la función. Sobre todo porque el desenlace al que se llega, muy estimulante en esta sociedad de sentimientos e ideas mercantilizados, debe prender en el espectador algo más que una mera reflexión sobre un entorno tan afectivamente deshumanizado como el nuestro. Dado que se trata de sentimientos, ese abrazo de náufragos en el que Mario y Nino se funden al final, debe conmover al espectador y hacerle partícipe de la necesidad de su razón de ser. Adeva y Romo lo consiguen sin sentimentalismos porque el abrazo suena a espléndida verdad teatral. La dirección es de Carlos Vides y la producción de Teatro Zascandil.
PS.- Y hablando de amistad, si en el mundo del teatro no primasen hasta tal punto las amistades interesadas entre los críticos, esta excelente función de la Sala Pequeña del Teatro Español (13 de septiembre-28 de octubre) habría obtenido la relevancia mediática que merece.
DdA, IX/2.213
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