Camilo José Cela Conde
Los símbolos tienen su importancia, vaya si la tienen. Basta con repasar los mil episodios de brega acerca de las banderas que han de lucir en los edificios institucionales para entender que un símbolo es mucho más que una simple referencia con nulo valor pragmático. Los símbolos no matan de forma directa pero mueven pasiones y voluntades, fuerzas colosales que llevan no ya a una muerte sino a todo un genocidio.
Aunque van a la baja las banderas con el escudo del aguilucho exhibidas en las pegatinas de los automóviles, las imágenes de la España que cantaba cara al sol no se han relegado aún al almacén de los episodios históricos, vertedero en el que termina toda la simbología cuando pierde su valor emotivo y se queda en simple curiosidad. Cierto es que el fútbol ha terminado por despojar a la bandera oficial de su secuestro por parte del bando nacional tras la guerra civil —qué cosas tiene ese fenómeno en principio tan banal como pueda ser lo del llamado deporte rey— pero ni que decir tiene que la bandera tricolor continúa viva en las manifestaciones, ya sean de clave política o laboral —en el fondo terminan por ser lo mismo—, siempre que se reivindica un cambio de raíz del sistema.
Ante la necesidad urgente de que la España constitucional entierre los símbolos del pasado para poder hacerse con los suyos propios, en el mes de noviembre de 2011, siendo presidente de la cámara baja José Bono, las Cortes instalaron en el vestíbulo del Palacio del Congreso un busto de Manuel Azaña, con seguridad uno de los diputados más brillantes, respetados y admirados de la breve historia parlamentaria española. La decisión de darle un lugar tan honroso, justo frente al retrato de Isabel II, la tomaron por consenso todos los grupos políticos con representación en Cortes, como debe ser si estamos hablando de símbolos que no sean partidistas sino colectivos.
Flaco favor a esa idea en busca de una normalidad que nos es cada vez más urgente hace que los grupos parlamentarios del PP, el PSOE y CiU hayan dado por bueno el traslado del busto de Azaña a un patio junto a la puerta que lleva al pasillo de los lavabos. La razón alegada tras la reclamación de explicaciones por parte de Izquierda Unida es bien pintoresca: los grupos que disponen de una mayoría abrumadora del Congreso al sumar sus escaños dicen que se va a habilitar una galería de figuras ilustres en la que serán colocados tanto el recuerdo de Azaña como el de Niceto Alcalá Zamora cuando el ayuntamiento de Valladolid done su estatua en proceso de talla. Asusta pensar en qué figuras van a ser las ilustres, al decir de sus señorías.
Pero la mayor duda estriba en los verdaderos motivos que han llevado a Azaña a un nuevo exilio. ¿Por qué no se ha esperado a que esa galería existiese antes de quitar el busto de su emplazamiento original? La respuesta es bien sencilla: porque los símbolos molestan. Y el verdadero problema lo tenemos con quienes se sienten mal al contemplar la cara de Azaña.
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