Ana Cuevas
Les confieso que las lágrimas que derramó la ministra de trabajo italiana cuando anunciaba los recortes en su país no me conmovieron lo más mínimo. Me recordaban esa historia de la Biblia en la que dios le pide a Abraham que sacrifique a su primogénito y el hombre, aunque abrumado por el dolor, no duda en enarbolar la espada para cortar la cabeza de la criatura. Sustituyan dios por Mercados, Abraham por gobierno y digamos que Isaac, la víctima reclamada, representa los derechos de la ciudadanía.
¿Si su corazón tiembla y se estremece al tener que ejecutar las órdenes recibidas, por qué lo hace? Igual que Abraham, la señora Elsa Fornero, supedita el amor debido a su pueblo al temor a un represalia sobrenatural. La colera de dios o de los mercados, indistintamente. Y gana el miedo. Por eso sus lágrimas son el llanto del cobarde. Del que acata la voluntad de los amos, celestiales o pecuniarios, aunque eso implique el sacrificio de inocentes.
Al mostrar que los tecnócratas también lloran se han potenciado canales de empatía con nuestros recortadores. ¿Es que no ven como se desgañitan y se tragan los mocos por la pena que les da convertir nuestra vida en un infierno? Al final resulta que son de carne. Aunque eso sí, desprovistos de gónadas para plantar cara a lo divino y humano y proteger a su gente.
Será por eso también que, en Italia como aquí, los recortes no afectarán a los jugosos beneficios que la Iglesia Católica obtiene en ambos estados. Seguiremos manteniendo su patrimonio y librándoles de todo impuesto a cuenta de lo público. En España hablamos de diez mil millones de euros al año. Un buen pellizco que podría ayudar a evitar el desmantelamiento de las garantías sociales.
Las desangeladas lágrimas de doña Elsa deben ser fruto de la vergüenza. Si es que queda vergüenza subyacente en estas almas técnicas. Algún reflejo residual de su conciencia dormida. El gesto de remordimiento del traidor al que le falta valor para dejar de serlo. Un insípido surtidor agua salina que no cambia nada de nada.
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