
Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordaran, sí alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.
Lo que más sorprende de la voz viva de don Manuel Azaña es su vigor y enérgica entonación en una persona que fallecería dos años después en el exilio, en la localidad francesa de Montauban, en cuyo cementerio sólo lo recuerda una lápida con su nombre. Dicen quienes estuvieron cerca de sus últimos días que murió obsesionado por la suerte de los cientos de miles de refugiados españoles que compartieron con él aquella trágica diáspora. La guerra había terminado un año antes y sus tres últimas palabras públicas habían sido condenadas irremisiblemente por los vencedores, cuya misión durante una larga y trágica posguerra se inscribió en una dirección muy distinta: Odio, persecución y muerte.
2 comentarios:
A Don Manuel Azaña sí que le leería y escucharía con agrado, primero porque era un hombre honrado; segundo porque poseía una gran inteligencia; tercero porque tenía el don de la oratoria sin el cual un político hace irremisiblemente el ridículo; cuarto porque amaba a la tierra de sus padres, aunque fuera republicano; quinto porque tenía en gran concepto a la persona humana; sexto, porque aunque ingenuo en cuanto a la naturaleza de la dicha persona humana, recomendó no obstante que jamás un hermano se alzara contra otro; séptimo porque tenía el inapreciable don de saber reconocer sus errores; octavo porque carecía de apeho al poder; noveno, porque no era esclavo del odio, tumba de pueblos y décimo, porque sabía perdonar.
Resumiendo: era un gran hombre.
Es emocionante comprobar setenta años después el poder de la palabra y su pervivencia en el tiempo.
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