Félix Población
Procedente de Argentina, donde pretendía agenciarse nueva madriguera para escapar de la justicia, ya está en Chile el cabecilla de la Colonia Dignidad Paul Schäaffer. Como su jefe el general Augusto al regreso de Londres hace unos años, el anciano torturador ha llegado en una silla de ruedas al aeropuerto de Santiago y casi podría mover a piedad si no fuera porque los músculos que hoy no le sostienen propulsaron antes los instintos de crueldad y depravación que más vilipendian a la condición humana. La vida del cabo Schäffer configura un largo historial de ignominia difícilmente superable por su ligazón y densidad.
Se desconoce la proporción de culpa que en ese infame y repelente currículo tuvo el régimen nazi, pero lo cierto es que en aquel ejército del odio, abanderado por la enseña fascista, comulgó la mocedad de Schäffer, acaso con más ferviente compromiso que el esperable de su baja graduación militar. No fue esa implicación, sin embargo, lo que le hizo huir de Alemania en los años sesenta, sino los cargos de pederastia que ya pesaban sobre él. Como otros compatriotas suyos, vinculados en mayor o menor medida con el régimen hitleriano, el cabo Schäffer buscó discreto acomodo y resguardo en Iberoamérica.
Colonia Dignidad se llamaba el reducto nazi acogido a la hospitalidad chilena, a unos 400 kilómetros de la capital de la nación. Es casi seguro que resultaría muy aventurado pensar entonces que en ese concreto enclave residencial, también conocido como Villa Baviera, se podría dar una segunda parte de la barbarie fascista. Máxime si se reconsidera la trayectoria democrática del país donde se habían alojado aquellos restos de serie del nazismo. Pero el general Augusto se empeñó en protagonizar una sangrienta excepción contra la historia nacional y atentar contra el régimen democrático de Salvador Allende. Nada mejor para despertar la vocación inquisitorial de sus más afines huéspedes germánicos. Colonia Dignidad pasó a ser un funesto espejo donde reflejar y probablemente revivir lo peor de sí mismos, acaso incrementado por la nostalgia y la rabia del gran imperio perdido.
Fue el cabo Schäffer el resuelto fundador y promotor de ese centro de tortura que contribuyó con su brutal ejercicio a escribir las más sórdidas páginas de la dictadura chilena. Las trágicas cuentas de ese período siguen pendientes y la comparecencia ante la justicia del anciano pederasta, al que se le imputan además abusos sexuales contra 22 menores, es un mínimo desagravio a quienes más padecieron aquel régimen de larga, violenta y tenaz represión. El asentamiento y profundización de la democracia en el país andino demanda entre sus máximas expectativas la de hacer efectivas las sentencias contra los culpables y sicarios del fascismo pinochetista.
Cabe esperar una estricta y firme probidad del ejemplo que pueda dar la justicia chilena. El mundo lo requiere. Sobre todo por la vigencia de las crudelísimas excepciones que se registran en tiempo presente contra los derechos humanos más elementales. Ahí están las lacras de Guantánamo y la cárcel iraquí de Abu Ghraib, renombrada por las torturas y vejaciones sexuales infringidas a los reclusos. Una general estadounidense acaba de revelar que en esas celdas había también niños iraquíes.
No me importa si estamos reteniendo a 15.000 civiles inocentes -cuenta que le dijo su superior el general Wodjakoski, máxima autoridad del ejército norteamericano en Irak-. Estamos ganando la guerra.
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