Jaime Richart
Lo que peor llevo de ser español, mejor dicho, de ser un español
obligatoriamente de acuerdo a un estereotipo configurado por el Poder, por los
poderes que hunden sus raíces más profundas en la historia del dogma, de la tosquedad
cuando no de la brutalidad y de la intolerancia, es que de poco o de nada sirve
el fino razonar.
La historia del pensamiento en este país está tachonada de grandes
pensadores, de grandes razonadores, de grandes hombres y mujeres que en unos
casos tuvieron que exiliarse y en otros se quedaron para rendirse al dogma, a
la hoguera y a la intolerancia.
Intolerancia que ha llegado coincidente con una dictadura político
religiosa hasta el último cuarto del siglo XX.
Voltaire refiere en su “Tratado sobre la tolerancia” un relato acerca de la atroz peripecia de
la familia Calas. Y a propósito del
caso, entre otras cosas Voltaire dice:
“La filosofía ha desarmado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo y la mente humana se ha asombrado de los excesos
a que la había arrastrado el fanatismo. La tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil, la intolerancia ha cubierto la tierra de
matanzas. Alemania
sería un desierto cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas…si la paz de
Westfalia no hubiese procurado la libertad de conciencia. El gran medio de
disminuir el número de maniáticos, es someterles al régimen de la
razón que ilumina a los hombres. La controversia es una enfermedad epidémica que se halla en sus finales y que no pide más que un régimen (...) El derecho natural es el que la naturaleza indica a todos los
hombres. El derecho humano no puede estar basado en ningún
caso más que sobre este derecho natural y el gran principio, el principio
universal de uno y otro es: «No hagas lo que no quisieras que te hagan.» El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro...”
Pues bien, si la intolerancia ha traído a Europa grandísimas
aberraciones humanas hasta la segunda guerra mundial, España, sus gobernadores,
sus mezquinas conciencias, sus irracionales almas han continuado basándose en
ella hasta casi el siglo XXI para proseguir su personal y gremial andadura de
la intolerancia. Todavía hoy, tomando cuerpo en otros aspectos de la vida
común y de la convivencia, asistimos a un festival de intolerancia que rasga
las vestiduras al menos exigente en materia sociopolítica.
El caso es que, no quiero desviarme demasiado del asunto que me ha
traído hasta aquí, razonar en España no es una
aventura discursiva atractiva. Y no lo es, primero porque discurrir
sirviéndose de la luz del entendimiento sin pre-juicios es una tarea demasiado
fácil para el librepensador como para hacerle feliz. Hacerlo con adornos o
erudición incluso lo estropea más. Y segundo, porque la inmensa mayoría de los
destinatarios de ese argumentario, más penoso por el esfuerzo que representa
que por el deleite de construirlo, está cerrada a considerarlo. Y en tales
condiciones, sean quienes sean entre los prohombres y promujeres de nuestra
historia del pensamiento, y aun los de hoy mismo, en lugar de abrigar estos y
estas la esperanza de que los llamados a comprender la tolerancia y a ejercerla
pongan manos a la obra, acaban sucumbiendo antes, hartos de comprobarlo una y mil veces, al desánimo, a la indignación y al
impulso o a las ganas de expatriarse...
DdA, XIV/3645
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