domingo, 28 de febrero de 2016

LONDRES: EL CICLO POSTÁLICO

 
 Foto tomada en Westminster Bridge. No vaya ser que te pases

Alicia Población Brel

En la estación de Londres, para hacer pis, tienes que pagar 50 céntimos y no puedes usar los enchufes a menos que tengas la llave para activarlos. De camino se sentó a mi lado un señor negro con dos móviles cuyas ventosidades gástricas inspiraron en mí la idea de una huida inmediata del autobús.
Buscamos un banco para mirar el mapa pero no puedes sentarte ni en los alféizares de las macetas para plantas de plástico, ya que las protegen con pichos. Hay muchos transeúntes. Algunos caminan con gafas de sol y vasos de Starbucks que revelan el garabato de su identidad escrito a rotulador en su dorso.
Al llegar al barrio chino nos recibe un imponente arco plagado de farolillos rojos. El resto de la calle está igual. Hay muchos restaurantes pero no todos son chinos. Nos fijamos en uno barato pero no nos convence. Su escaparate muestra al mundo maniquíes comiendo solos, acompañados si acaso de su móvil, sin mirar al mundo. No queremos desajustar la exposición.
En Covent Market un mago hace desaparecer sus propias libras. El patrón que se las da le mira de reojo desde su puesto de artículos de magia. El círculo en el que actúa el mago está rodeado de gente, el puestillo, sin embargo, está vacío.
Decidimos entrar en una cadena de las hamburguesas más sanas que se nos antojan: Byron Hamburger. Nos sientan en una mesita diminuta cerca de la mesa de los nachos que nos miran golosos de nuestro apetito. El camarero calvo se parece al fantasma del fotomatón de Amelie. No nos hace ni caso. A lo mejor para él somos nosotras los fantasmas. A nuestro lado están sentadas dos chinas comiendo los menús más caros de la carta. Son rivales de oposición, o quizá compañeras de trabajo, forzadas a comer juntas en el único ratito libre que tienen. Apenas hablan nada. De vez en cuando una le enseña
a la otra fotos en su móvil.
Sobre todo a María le apetece una buena dosis de sustento y ambas acabamos pidiendo batido (enorme, por cierto) y hamburguesa de queso. Me pregunto qué pensarán las chinas que somos; opositoras que se están ayudando a aprobar, quizá. Las teorías son menos imaginativas cuando, como nosotras, la pareja no deja de charlar.
Un gaitero escocés toca música no escrita para gaita en frente del Big Ben. Nos preguntamos si será tan fiel como para no llevar nada debajo de la falda. Por la zona hay varios Bethoveenes perrunos dando calor a sus amos mendigos. Con ese cuerpo ellos no tienen frío. En la verja de la Abadía de Westminster hay apoyada una chica. Está esperando una cita. “A las 5.30pm en la verja de la Abadía”. Quizá él, quizá ella, se retrasa demasiado y la chica está impaciente. Primera cita después de semanas de chat, es difícil que no te coman los nervios por la impuntualidad.
A la vera del Támesis hay varios fotógrafos que captan la pose de la torre del reloj bañada por el último sol. Arriba hay un puesto de postales.
Vemos un fantasma con una boina color rosa palo en una cabina. Después se convierte en una mancha sucia, pero no puedo evitar pensar de nuevo en el cortometraje que me resumió María.
De camino al, antes llamado Tower Bridge por sobradas razones, pero ahora conocido como London Bridge por acuerdo casi turístico, nos encontramos un músico en cada túnel. Nos dejan descifrar algo de su cuna cultural tras haber pagado a tiempo su licencia de calle. El refinado restaurante The Swan mira con desdén al teatro Le Globe, a su lado, que no ha perdido aún su esencia dramática gracias a una delicada reconstrucción; la de este no estuvo, como la suya, tan enfocada a la gastronomía.
Una pareja madura se besa con pasión adolescente con los neones de las torres del puente como testigos. A su lado, una joven también le tira, por segunda vez y con fervor, un beso a la cámara frontal de su móvil; la primera no salió lo suficientemente morruda.
De vuelta, en el metro, los descuentos de la tarjeta solo valen si te interesa volver. Una mujer se extiende la crema de manos con movimientos tan rápidos y sinuosos que se me antoja una obra de arte audiovisual. Tengo a mi lado a un sujeto que es Javier Guijarro de joven; misma boca, mismo gesto, mismas gafas caídas a media nariz. María me secunda. Entran dos chicas que se ponen enseguida a cambiar sus deportivas por botines con tacón y a maquillarse con gesto feo para no meterse el rímel en el ojo con los vaivenes del vagón. En frente de ellas, un hombre hace como que lee un periódico pasando las hojas a toda velocidad. Se cansa de leer y ahora movilea.
En la misma cafetería en la que esperé la primera vez esperamos ahora antes de volver a casa. Hay un francés guapo que nos pide que le cuidemos las cosas. Que sea mochilero le suma atractivo. Entre “everyday bonsay” y los Simpsons me entero de que los libaneses se agarran la mano como gesto de amistad.
A la vuelta el mismo pedeador nos acompaña. Esta vez hay sitio para dos. Elijo a María, por supuesto.
Las postales son inmortales. Pasan por manos de fotógrafos, de vendedores de modernos puestos ambulantes y, tras llegar a una casa que las cuida o las esconde olvidadas, a veces vuelven a algún puestillo de viejo, escritas por un pulso desconocido para quien las recompra y las embarca otra vez en nuevos ciclos.

DdA, XII/3226

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