Las decisiones acordadas en los
despachos basadas en el amiguismo, en la habilidad o en la debilidad de una de
las partes del acuerdo tienen mucha más fuerza que los dictados del mercado
puro.
Jaime Richart
La sociedad humana materialmente más adelantada se
está dando cuenta -ya era hora- de que la felicidad no consiste en tener o en
poseer más. Por los sinuosos recovecos que provienen de las experiencias reiteradas, la sociedad mundial comprende que la felicidad, sensible o espiritual, está
en el repartir y en el compartir. Era fácil comprenderlo, pero la terrible tiranía del innato egotismo exacerbado ha necesitado
millones de años para aflojar un poco.
Empiezo a sospechar que si hay alguna posibilidad de
que cambien el mundo y en especial la sociedad occidental,
esa posibilidad habrá de llegar por el descrédito radical de la
riqueza y por el sentimiento de vergūenza de ser rico.
Aunque parezca mentira porque hasta ahora la condición humana parecía
sojuzgada por el ansia de riqueza, creo ver señales de honda
transformación en el asunto. Porque empieza a vislumbrarse que lo que verdaderamente allega prosperidad,
individual y colectiva, no es la ambición propiamente
dicha sino la imaginación y la creatividad que en todas sus manifestaciones la
excluyen. Es más, la ambición, tal como es
entendida en el imaginario economicista y productivo, dificulta la imaginación y entorpece la creatividad
de la riqueza útil. Confiemos en que esta especie de iluminación no llegue
demasiado tarde.
La conciencia colectiva, aunque precisa de mucho más
tiempo para el cambio que la individual, no es ni invariable ni es estanca. Los cambios, tanto de la una como de la otra,
a lo largo de la historia es notorio que se producen, pero las leves modificaciones de la conciencia colectiva necesita siglos y
se mide en siglos. Me relevo de la fatigosa tarea de mencionarlos. Pero
bástenos ahora pensar, por ejemplo, en la conciencia de sociedades enteras
occidentales, cristianas y avanzadas que asumían la esclavitud como algo
"normal" en la relación entre seres humanos, o la miserable
consideración que tuvo la mujer para el hombre prácticamente hasta ayer y más
cercanamente entre españoles. Y comparemos luego ambos asuntos con el modo de
verlos cien o doscientos años después.
En cualquier caso, es otro hecho incontestable que
los humanos y la sociedad a que pertenecen en ámbitos más o
menos extensos están intelectual, espiritual y psicológicamente
atrapados en su época. Lo que, de uno en uno o por
separado, de
algún modo les disculpa o les redime de culpa cuando incurren en actos, conciben ideas o
adoptan actitudes que décadas o siglos después se revelan
como sinsentidos, absurdos o atrocidades. Y del mismo modo este pronóstico de la transformación que me aventuro a hacer ahora, apunta a un
remontarse por encima de sí mismas, la conciencia individual y la colectiva,
esclerotizadas por la inercia y por hábitos instintivos en el hacer y en el pensar.
Porque los cambios respecto a la riqueza, a los
ricos y a la condición de rico empiezan a ser ya un hecho. La prueba
está en que hay sociedades muy avanzadas, como las nórdicas, donde los
"ricos" prácticamente no existen o son "desconocidos", aunque naturalmente pueda haber alguna excepción. Y esto ocurre mientras otras no demasiado
distantes, reúnen a ricos en tanta abundancia que han terminado por ser un
oprobio para toda la sociedad en su conjunto. El tremendo desequilibrio que
existe entre unos cuantos puñados de ellos y el número de los desposeídos o
despojados lo es. En España, por ejemplo, desde que se declaró la crisis se calcula que existe un 40 por ciento más de ricos
súbitos que antes de declararse. (Se considera rico al poseedor de más de un millón de euros). Es más, ¿cuántos
"inversores", grandes o pequeños, hay en este mismo país? ¿cuántos se lanzan de la cama por la mañana para
verificar los vaivenes de cotización de las empresas del
Ibex 35? Pese a haber tantos en comparación con los países del norte citados y
sea cual sea la cifra, ha de ser irrisoria al lado de los millones y millones
ajenos a ellas y a la Bolsa. Aducir que sobre el soporte de la riqueza de los ricos se levanta la economía de un
país es un falacia, una trampa y un pretexto para justificar tan hiriente desigualdad. Pero la economía es
mucho más que Bolsa, inversiones, especulación y crecimiento asimétrico y
artificial. Pues, lejos de gravitar en torno a leyes económicas, a las
veleidades bursátiles y a las recién inventadas primas de riesgo según se
enseña en las academias y universidades, la economía depende muchísimo más de
la política y de las decisiones sobre
prioridades de gasto elegidas por los políticos, que del mérito de los ricos,
de los emprendedores y de su capacidad para desempeñar el oficio. Las decisiones acordadas en los
despachos basadas en el amiguismo, en la habilidad o en la debilidad de una de
las partes del acuerdo tienen mucha más fuerza que los dictados del mercado
puro. Sobre todo cuando estamos ante operaciones gigantescas.
DdA, XII/3028
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