martes, 31 de enero de 2012

CELA CONDE HABLA DE CELA: LOS OJOS DEL VAGABUNDO


Félix Población

Este Lazarillo, visto el silencio inmerecido que sobre la literatura de Cela se ha dejado sentir ahora que se cumple el décimo aniversario de la muerte del escritor (Premio Nobel de Literatura en 1989), tuvo a bien solicitar de su hijo, el profesor y también escritor Camilo José Cela Conde, un breve artículo que glosara la personalidad del autor de La Colmena y las razones que, a su criterio, han influido para que al cabo de un decenio este país nuestro no tuviera apenas memoria de su obra literaria, cuya primera etapa es sin duda sobresaliente. En lugar del breve artículo solicitado, Cela Conde ha tenido la deferencia de enviarme el texto de una conferencia, organizada por Victorio Polo en Murcia el mismo año (2002) de la muerte del escritor gallego: Te mando el texto que leí en mi intervención -me dice-. Es mucho más largo (diez veces más) de lo que me pedías pero, en la medida en que la electrónica no ocupa lugar (o casi) tal vez fuese interesante incorporarlo a tu Diario del aire aunque sólo fuese a título de rescate de reliquias. Mi agradecimiento por lo que sigue, pues más que agradecimiento merece a los ojos de quien debe a Cela buena parte de sus querencias literarias, allá en la distante adolescencia:

Camilo José Cela Conde

Nací el diecisiete de enero de 1946. Ese día nevaba en Madrid, las calles se encontraban cubiertas de hielo y en las aceras abundaba la escarcha que deposita en invierno la madrugada.Mi padre murió el diecisiete de enero de 2002. Un día en el que el cielo de Madrid soltaba torrentes de agua y las nubes, preñadas de oscuro, anticipaban lo que iba a ser una noche larga de duelo.Entre esas dos fechas quedan cincuenta y seis años durante los que estuve cerca y lejos de mi padre, a veces en el mismo momento. ¿Puedo decir que llegué a conocerlo? Quizá sí, en la medida en que pueda decirse que cabe conocer a alguien. O tal vez no, porque –lo dijo Wittgenstein- asomarse a la mente de otro es una tarea inalcanzable.
Mi padre fue un escritor harto conocido y nada hermético; no es difícil tropezar con quien asegura haber compartido momentos íntimos con él y hasta convierte en profesión la circunstancia. Pero, por otra parte, los Camilo José Cela abundan, y la variedad es un tanto dispersa. Existió un CJC huraño y otro divertido, uno hirsuto y otro encantador. Hubo el escritor terrible, azote de periodistas, y el académico un tanto envarado, y el huésped de las fiestas de la patrona que cerraba, por agotamiento, las tabernas de los pueblos, y el hijo tierno de una madre joven de ojos azules, y el cronista impenitente de la España de la postguerra, y el poeta, y el actor de cine, y el torero, y el marqués. Hubo tantos Camilo José Cela que quizá no diese tiempo, en una vida completa, de conocerlos a todos.¿Con cuál habríamos de quedarnos?
La memoria se diluye con el tiempo. Las ideas se anquilosan, los recuerdos tiemblan y, en su lugar, aparece un cliché como recurso cómodo para negar la frase terrible del “ya no me acuerdo”.Cuando el tópico ocupa el lugar que corresponde por derecho propio al esbozo de la imagen auténtica, el novelista puede darse de manera ya definitiva por muerto. En su lugar aparece otra cosa, una página en los libros de texto tal vez, o puede que una estatua, o tan solo la lápida del cementerio. En la de mi padre no figura la palabra “escritor”, por cierto. Es el último episodio de un olvido que parece fruto de la maquinación del fatum. Porque hubo muchos Camilo José Cela, sí, pero sólo uno de ellos corresponde a lo que de verdad importa. El escritor.
¿Qué tal si probamos a recuperar su huella?Permítaseme hacerlo espigando algunas de las cosas sobre las que volví poco después de la muerte de mi padre. Como las fotografías, por ejemplo. He desempolvado unas cuantas por si pueden servirnos de falsilla para este viaje años atrás en busca del escritor ya desaparecido. Con la máquina de retratar por medio, los testigos disponen de una herramienta utilísima para avivar la memoria, para alentar el recuerdo, para volver sobre las emociones perdidas. Veamos qué da de sí la muleta.
El vagabundo se retrató un buen día, en un alto del camino, con la mirada perdida a las puertas de un oratorio románico. Sigamos la dirección que marcan sus ojos. Quizá nos lleven hacia los años aquellos en que acariciaban algunas de las páginas más hermosas que ha dado la literatura contemporánea en lengua castellana. Puede que nos acompañen hasta las tierras lejanas que se vertían en el cuaderno al mismo ritmo en que iban quedando atrás en la memoria. Los ojos lo son todo, a condición de que sepamos asomarnos a ellos.
¿Qué mira, cuando mira, un escritor? ¿Qué imágenes se le dibujan en la mente? ¿Le sucede como a nosotros, que decimos que vemos y a lo mejor estamos ciegos?Lo que aquí se ve es un hombre aún joven, de barba oscura y poblada y con la mirada –esa mirada que queremos rastrear- perdida a lo lejos. Lleva boina y está sentado en la escalinata que queda al pie del pórtico de una iglesia románica del Pallars Sobirà. Junto al mentón se yergue un cayado para atestiguar que el camino por los senderos de la montaña no es fácil, que es menester algún que otro sostén a menudo. El hombre aún joven descansa, hace un alto en el camino que le habrá de llevar más tarde, paso tras paso, al valle de Arán y al condado de Ribagorza en el Pirineo de Lérida. En la fotografía no se ve, pero el hombre toma notas de su viaje, apuntes y mapas dibujados un tanto al desgaire, con la confesión anticipada de que no tienen por qué ser tomados al pie de la letra. No se responde más que de la buena voluntad, dice, y acierta. La buena voluntad es garantía suficiente y más aún si la esgrime un hombre aún joven y solitario como un lobo que anda perdido por las nieves. El lobo no es mal espejo de caminantes, dice el hombre tan sabio como solitario. Acierta de nuevo.El personaje de la fotografía verterá un día sus planos y sus notas en el manuscrito del libro cuyo título no es difícil de adivinar con lo ya apuntado. En el libro ese hombre se llamará a sí mismo el viajero, siempre en tercera persona, sin apear jamás el artículo ni añadirle nunca al sustantivo coletilla alguna. Antes, en otras de sus caminatas por tierras de judíos, moros y cristianos, por los campos andaluces, por la Mancha entera, el hombre de la barba, la boina y el cayado tomaba el nombre del vagabundo. De eso tiene pinta en la fotografía, bien es cierto. El vagabundo. El bastón, la boina y la barba avalan tal condición. El cayado también, al alcance de la mano. Los ojos que otean el horizonte lo subrayan. El vagabundo de la Alcarria, del Guadarrama, de la sierra de Gredos. Del Pirineo.
Con estos trazos sabemos ya algo de lo que el viajero, el escritor, el vagabundo ve. Ve palabras, o tal vez las imagina. En realidad es lo mismo. En la realidad de un escritor el mundo que mira y el mundo que inventa son uno solo. Se funden en la mirada que se vierte en líneas, en los renglones que devienen cuartillas, en las páginas que, puestas una tras otra, encuadernadas y cosidas, forman un libro.El viajero había escrito y publicado varios libros antes de echarse al camino en busca de algo nuevo que mirar. Quizá le asustara aquello otro que, a través de su imaginación, había saltado a la notoriedad hasta convertirse en el mundo de veras, en la historia del momento que contrastaba con la otra historia oficial de los periódicos, los discursos y los partes oficiales después de una guerra tremenda que los vagabundos no acertaron nunca a dejar en el olvido.
¿A quién busca el hombre de la boina, el bastón y la barba? ¿A don Felipe, tal vez? En el Valle de Arán el vagabundo perdió a su amigo don Felipe, artillero de oficio, y lo estuvo llamando a gritos hasta enronquecer mientras coronaba el puerto de la Bonaigua. El amigo del vagabundo iba también de boina y cayado; se conoce que o lo exigía el terreno o lo daban las aficiones.Aunque puede que no, que no sea el artillero perdido quien adivina el vagabundo a lo lejos. Quizá sea otro de los muchos amigos de siempre, de los viejos amigos a los que rendiría con el tiempo el homenaje de recuperarlos por un instante en sus páginas otra vez. Puede que busque a Pascual, que lo recuerde en su último viaje hacia el banquillo en el que, tras besar el crucifijo que le tendía el padre Santiago, terminó sus días escupiendo y babeando.
"La familia de Pascual Duarte" es un libro que se escribió cuando Charo Conde y Camilo José Cela andaban de novios y, por tanto, mi padre vivía en la casa de mis abuelos de la calle de Claudio Coello, número 91, esquina Lista (que luego se llamó Ortega y Gasset). Muchos años después yo también viví en esa misma casa, con mi abuela Camila –su marido, mi abuelo Camilo, había muerto bastante antes. Recuerdo muy bien el piso, que ya no existe. Un pasillo enorme en zigzag, con habitaciones oscuras salvo aquellas que daban a algún patio. Salones y más salones, pero sólo dos retretes exiguos y un cuarto de baño. Un frío espantoso a pesar de la calefacción central, y la caldera, apenas tibia, renqueante como si hubiese de explotar a las primeras de cambio. En los años que pasé allí mi abuela dormía en el cuarto que había sido de mi padre, uno de los que tenían derecho a balcón pero cerrado a menudo para que no se colase por las rendijas de la madera el viento que bajaba de la sierra del Guadarrama.
Mi padre escribió "La familia de Pascual Duarte" dos veces. La primera, porque sí; la segunda, por mor de las cosas de los juzgados. Cuando copió su propio manuscrito lo hizo cuidando de poner la misma letra en las mismas cuartillas aunque, ¡ay!, las de la segunda vez eran de papel de hilo y llevaban un membrete lujoso, casi aristocrático, en el que se lee en letras versales el lema de “Real Academia Española” impreso con tinta azul.
Para escribir la primera vez el Pascual Duarte mi padre utilizó una pluma estilográfica que conservo. Una Parker, tal vez –la marca ha desaparecido del plumín, borrada por el óxido-, de cuerpo jaspeado en tonos de nácar que tiran a verde. La pluma está deformada en su parte trasera, y él decía que era a causa del calor de la mano, pero el testimonio de un escritor puede ser puesto en duda cuando resulta tan literario. Las demás plumas de mi padre fueron ya las Mont Blanc de toda la vida, las de cuerpo grueso y negro y mucho más grandes.
El escritor se hizo vagabundo en el "Viaje a la Alcarria" y volvió a la vida de la ciudad en el "Pabellón de reposo", los libros siguientes si dejamos de lado las recopilaciones de artículos como "Esas nubes que pasan". Todos esos textos se escribieron en la casa de la calle de Alcalá, la misma en la que vivían mis padres cuando yo nací. Se trataba de un piso pequeño en el que Camilo José Cela no tenía una habitación que le sirviera de despacho, quizá porque no lo necesitaba. Escribía un tanto a vuelapluma en la mesa del salón, que servía lo mismo para un roto que para un descosido. Era natural. El día se lo pasaba en la oficina de la Vicesecretaría de Educación Popular, en la censura, vamos. Las noches, muy a menudo, en el diario Arriba, vigilando que le metiesen en el periódico la columna con su colaboración de la que dependía no poco el que la familia pudiese comer durante la próxima semana. Incluso los caballos más flacos engordan algo cuando tienen encima el ojo de su amo.Al viaje por la Alcarria se llevó mi padre lápices y unos cuadernos como los de colegial para ir tomando notas. La pluma estilográfica le hubiese sido más bien inútil. Como tantas veces se ha dicho, Camilo José Cela la utilizaba al estilo de las plumas de ave de los recados de escribir de antes, mojándola en el tintero, y se limpiaba luego los dedos –para desesperación de mi madre- en los pantalones. En la mochila enorme que se llevó para el viaje cabían, cierto es, la pluma y el tintero, y hasta el escritorio mismo casi habría cabido, de haber hecho falta. Pero los equilibrios necesarios para andar del papel al frasco de la tinta en el viaje continuo de ida y vuelta, apoyándose en el equilibrio precario de las rodillas, hubiese sido demasiado artístico incluso para quien se vanagloriaba de escribir en cualquier parte.
¿Qué miraba entonces el escritor? ¿Lo sabremos, por ventura, o habrá que constatar que hemos perdido ya la huella de sus ojos?
La fotografía tiene autor esta vez, Karl Wlasak. Enseña un hombre jovencísimo, sin barba, ni boina, ni cayado, que oculta la mirada porque la reserva para una cuartilla del bloc de notas en el que escribe, pitillo en mano, con el dedo como garfio de halcón sobre el lápiz. Es el mismo dedo que habrá de deformarse con el paso del tiempo a fuerza de escribir las infinitas líneas de un mismo y único viaje.El joven que no es todavía un vagabundo, no del todo, el que no lleva boina, ni cayado y sí el pelo sujeto como con gomina para atrás, se arremanga la camisa. El joven que terminará siendo un vagabundo oculta por el momento la mirada que habrá de dejar más tarde perdida tras la raya de las aguas en las que se hunden los pescadores. Unos días antes ese mismo joven, a punto de zarpar, se pasea por la habitación de su casa, pone derecho un cuadro, huele unas flores. Ya sabe hacia dónde habrá de dirigir sus pasos. Es, de forma oficial, el viajero, aunque todavía no el vagabundo. El viajero está casado y sabe, porque lo dice, que los viajeros casados, cuando se echan a andar, tienen siempre a última hora una persona que les calienta el desayuno.Menos en el último de los viajes. A ése vas, lo quieras o no, con el desayuno frío detenido en las entrañas.
A la vuelta de la Alcarria, y por imposiciones del editor, mi padre tuvo que pasar sus notas a limpio y escribir el libro en sólo ocho o diez días. A favor de su oficio hay que decir que las prisas no se vieron reflejadas en el texto. Parece, muy al contrario, el fruto de un trabajo mucho más apacible y sereno. Quizá sea que no existe un viaje primero y uno último y media docena, o más, por medio. Hay solo un viaje, uno tenaz y continuo tras el rastro del velero perdido bajo las nubes que ocultan el horizonte. El viaje continuo te lleva a veces, bien es cierto, por lugares que no habías previsto visitar de antemano. Los vagabundos entran raras veces en las ciudades pero, en ocasiones, las nubes altivas imponen su criterio y les meten en el bullicioso tumulto de alguna que otra capital. Los vagabundos recorren entonces las calles cantando por lo bajo, pensando en los misterios de las caras de las casas, acordándose quizá de que pasaron hace tiempo por esa misma avenida de ventanas cerradas y persianas bajas cuando iban camino de la Alcarria. El viajero, antes de irse de casa, apunta que se despide de su hijo pequeño, cinco meses apenas, que duerme tumbado boca abajo como un cachorro porque tiene calor.Hace calor en la ciudad en el mes de junio y más aún cuando las nubes se cierran negándole el paso al viento que mueve, miles de leguas más lejos, los veleros.El viajero que está ya camino de la Alcarria baja por las tapias del Retiro y cruza la Puerta de Alcalá. Se llega hasta Cibeles y toma después por el paseo del Prado. No consta si, desde allí, acertó a mirar hacia la izquierda asomándose casi a la puerta del caserón de la calle de Felipe IV, a tiro de piedra desde la acera que lleva al Jardín Botánico. De hacerlo, se habría encontrado con el portal bajo llave. Los vagabundos no entran en la Real Academia de la Lengua Española y menos aún de madrugada.
Pero no adelantemos acontecimientos. La ciudad que recorre el viajero de salida hacia la Alcarria es Madrid, lugar que sería el personaje, y el nudo y la coartada de otro de sus libros más notorios, La colmena.La colmena se escribió en muchos lugares, una versión tras otra hasta llegar a la quinta y última, la que rescató mi madre de las llamas de la chimenea de la casa de Ríos Rosas cuando mi padre, un tanto desesperado, había decidido terminar el libro por la vía más urgente y dramática. El pueblo de Cebreros fue testigo de lo que le costó a Camilo José Cela parir el que quizá sea su libro más famoso. Trabajaba en un rincón de la cocina de la casa del Azoguejo, por la noche, escribiendo en una mesa de mármol procedente del Café Madrid. Decía mi padre que el tablero de mármol partido por la mitad y remendado luego procedía de una lápida de cementerio y que, pasando los dedos por debajo, se podía leer con el tacto, como en Braille, el nombre del muerto. Tampoco puedo dar fe: la mesa no se encuentra ya en casa. Ángel Fernández, El Cartujo, el dueño del café de Cebreros, se la regaló a mi padre y está ahora, es de esperar, en la fundación de Iria Flavia.Fue todo un detalle por parte de El Cartujo. Mi padre se pasaba una gran parte del día en el café Madrid, jugando al dominó y a la garrafina con el dueño, pero debo confesar que si Camilo José Cela era quien ganaba casi todas las partidas es porque hacía trampas.
Ya se ha dicho que el punto final de "La colmena", un tanto accidentado, se puso en la casa de Madrid del número 54 de la calle de Ríos Rosas, el primer hogar que yo recuerdo como tal, salvando todas las distancias necesarias con respecto a lo que son los hogares de las familias normales. En Ríos Rosas mi padre ya era un escritor si es que alguna vez no lo había sido antes. Un escritor a tiempo completo, vamos. Pero su taller era todavía un tanto confuso. Escribía a veces en una mesa de cristal baja junto a la chimenea, sentado en un sillón muy cómodo para cualquier cosa excepto para escribir con el cuerpo erguido. Cuando se cansaba había disponible una mesa redonda como de marquetería que mis padres conservaron, un tanto achacosa ya, hasta los últimos días de su matrimonio y que no tengo ni idea de dónde puede andar ahora, si es que aún existe. De hablar, daría fe de no pocos apuros y muchas cuartillas.
El Madrid aquél, el de "La colmena", echó al escritor y a su mujer de la ciudad y los llevó en volandas hacia una isla alejada y tranquila. Dicen que en busca de un lugar donde poder seguir doblando los dedos sin necesidad de doblar, además, el alma. Quién sabe. Puede que no, que el viaje hacia el oriente, mar adentro, no tuviera otro propósito que el de buscar los veleros perdidos tras el horizonte.En la mar la mirada llega muy lejos, a condición de que los ojos estén despiertos y el alma, en paz.
"La catira" fue el primer libro de mi padre que se escribió en Mallorca, pero no en ninguna de sus sucesivas casas de Palma sino en Villa Clorinda, una casa patricia del Puerto de Pollensa a la que llegaron Charo y Camilo José en busca de un lugar donde llenar las páginas del libro. Vino después Judíos, moros y cristianos, un viaje por las tierras de Castilla otra vez. Con la diferencia de que, en esta ocasión, el vagabundo no se detendría a las puertas de la Real Academia Española cerrada a cal y canto en el amanecer madrileño. Le serían abiertas en una ceremonia memorable.
La fotografía retrata ahora al vagabundo –barba y mirada firme; el cayado no se ve; la boina queda lejos y se cambia por un frac- en manos de Eugenio Suárez, el amigo que intenta hacerle el nudo de pajarita de la corbata. Contra todo pronóstico, de la manera más impensable, alterando las leyes firmes de la naturaleza, la de la gravedad, la de las fuerzas electromagnéticas, la de la lógica de enunciados, la de los principios de la termodinámica, el velero ha remontado el viento hasta meterse en tierra, cruzar la Meseta y plantarse en la cuna de los inmortales. El vagabundo, de barba todavía, va a ser investido académico de número en la institución más exclusiva que existe en el país, una que no deja que se incorporen a sus filas los vagabundos –ni de madrugada ni en la sesión plenaria- y menos aún si éstos se muestran barbados. Pero la Real Academia acepta al vagabundo en particular de la fotografía y le da medalla y cordón como a cualquier otro académico numerario. Le asignan la silla con la letra Q mayúscula. A cambio sólo tendrá que leer un discurso y comprometerse a ir por allí algún que otro jueves después de la hora de la siesta.
Lo hará sólo de tarde en tarde.No tiene tiempo para más. El pacto con el demonio quiere que cualquier vagabundo que escribe un libro continúe aplicado de por vida a la tarea de componer las cuartillas en las que confluye aquello que supo atrapar su mirada. No se puede empezar viaje ninguno si no se tiene el empeño, si no se hace la promesa íntima de que todo él será trasladado con orden y esmero, por encima de las tachaduras, hasta las páginas.El viaje comienza a veces antes de que los veleros suelten sus amarras. Cuando le das un beso a un niño dormido. Cuando caminas haciendo resonar tus pasos por las calles vacías. Cuando miras hacia las nubes en busca de un augurio. Cuando cuentas el destino amargo de Pascualillo quien, llegado el momento último, se descompuso un tanto al faltarle la presencia de ánimo. Todo eso y mucho más cabe en las páginas, en los libros, en las cartas que van puntuando el viaje como si se tratara de las comas de una oración interminable. A veces los signos de puntuación están de más cuando el viaje dura mucho, tanto como para tener que narrarlo por medio de nuevas fórmulas mágicas. Se pueden estirar las frases convirtiéndolas, al eliminar comas y puntos, en una sola a lo largo de trescientas hojas. Se puede volver sobre los amigos que desaparecieron mientras uno subía por los caminos de un puerto un poco más solitario. Se pueden invocar las nubes de la ciudad y, cuando quedan a mano, extraer de ellas las mil historias del miedo y de la angustia que siguen a todas las guerras, como quien saca las frutas del cuerno de la abundancia. Ya no recuerdas en qué recodo del viaje estás y, ¿sabes?, corres el riesgo de perderte. Hay quienes te dicen al oído que no es verdad, que jamás fuiste un vagabundo errante por los campos que separan el río Miño del Bidasoa, que tu lugar es otro, que la honra se mide con instrumentos que nada tienen que ver con una boina, o una barba, o un cayado. Los veleros que navegan viento en popa, sin más rumbo que aquél que traza la brisa sobre las aguas, a veces se pierden al toparse con una isla que no aparecía dibujada sobre las cartas de la navegación. Entonces las niñas que tocan el piano se mueren de tisis y de desesperanza. Las cartas de la navegación son importantes. Sin ellas cabe perderse al llegar a tierras remotas. Sin ellas quizá hasta te digan que el vagabundo es una leyenda indigna para quien atesora laudos y condecoraciones.
Poco a poco, sin apenas entender lo que sucede, el vagabundo ése de quien era difícil encontrar una foto fuera de los libros se convierte en personaje público, en carne de deseo de las crónicas de sociedad. Una mañana las noticias que vienen desde la Europa del norte desencadenan la locura. El premio de los premios, el que sólo obtienen los vagabundos muy cuidadosos en la tarea de verter sus recuerdos sobre el papel, es suyo ya.El velero se estremece. Cuando creía haber llegado a la isla de la fuente de la eterna juventud una laja oculta le rasga la obra viva. ¿Será posible que el recodo más feliz del viaje sea también una trampa, la amenaza peor que existe para cualquier vagabundo que creía haber logrado convertirse en un lobo solitario? ¿Quedará tieso el dedo curvado sobre la pluma que iba desde el papel al tintero, de ida y de vuelta, una vez y otra, con un ritmo que se antojaba invulnerable y eterno? ¿Será un recodo como cualquier otro del camino o, por el contrario, la etapa última y estéril, el final de las palabras escritas con una letra diminuta y las tachaduras tan cuidadosas como bellas? Las nubes te habían murmurado al oído susurros que ahora parecen callar porque el velero, con los fondos abiertos, ya no flota. Su madera es recia pero densísima, más que el agua, madera de guayacán, madera de boj, madera de mangle. Siempre que sucede eso hay que entornar los párpados, musitar una plegaria a los dioses que no existen y salir huyendo hacia dentro, hasta allí donde quedan la boina y el cayado, donde se refugiaron las hebras caídas cuando las tijeras se abrían paso a través de la barba. Hay que volver atrás, en ocasiones.El vagabundo certifica que es así sin necesidad de poner por testigo a dios alguno. Lo hace en las páginas finales de aquel primer viaje que fue luego el único, el permanente, el crucial, el admirable, mientras volvía de aquella Alcarria que nunca llegó a abandonar del todo. El vagabundo caminó por donde quiso y, por donde no quiso pasar, dio la vuelta…Retirarse del camino por el que no hay que pasar. Eso es lo que debe hacerse. Dar la vuelta. ¿Serás todavía capaz de sacar fuerzas de la nada cuando lo cómodo es caer en la tentación de lo más fácil, de aquello que jamás tuviste cerca de ti cuando, bastón en mano, te adentrabas por el filo de la raya de Francia?¿Sabrás dar la vuelta a tiempo sobre tus mismos pasos?
La fotografía última no viene. Es la imagen del antiguo viajero que humilla la testuz ante un rey remoto en el mes de diciembre de mil novecientos ochenta y nueve, cuando en la ciudad que queda muy arriba, en medio de la mayor oscuridad de las nieves del invierno, se celebra el ceremonial de la corte. Reverencia, medalla, diploma. Concierto excelso. Un premio que no es uno más; es el premio de los premios, el que está muchos codos por encima de cualquier otro imaginable.¿Qué debió pensar allí el viajero, aquél que en las faldas de los Pirineos nos decía que deseaba morir en el camino mismo como un viejo caballo y con las abarcas puestas?Las abarcas deslucen en el protocolo rígido y pomposo de la corona de Suecia. Frac, camisa blanca, chaleco y pajarita de color negro. Los demás galardonados llevan estas últimas prendas también blancas; el luto es un privilegio especial para los vagabundos capaces de alargar a los guardiaciviles una tarjeta de visita con letra de bulto que pone De la real academia española de la lengua. A partir de ahí la oscuridad del invierno se vuelve niebla negrísima de la mano de las nubes que pasan. Ya no llueve mansamente y sin parar, ahora nieva y la raya del monte termina borrada entre los copos que caen sin ganas. Las nieves son el mejor amigo de un lobo solitario pero, en esta ocasión, el vagabundo no sabe darse a tiempo la vuelta. Quizá no tenía a mano ni la boina, ni el bastón, ni el aderezo hirsuto de la barba. Su mirada se apagó mientras el lobo solitario huía nieve adentro.La luz desapareció del iris del vagabundo años antes de que pudiera, por fin, cerrar los ojos.

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