Paco Arenas
Imaginemos que Jesús no nace en Belén, sino en Badalona, diciembre de 2025, cuando el frío muerde y la lluvia se cuela por los huesos como un cobrador con llave maestra. Imaginemos que la estrella de Oriente no es estrella, sino una farola municipal con luz de led, y que el pesebre no es pesebre: es un edificio abandonado, un antiguo instituto convertido en refugio de urgencia, porque descansar con dignidad se ha vuelto un lujo y, ya se sabe, lo rentable son los pisos turísticos.
Allí vivían cientos: muchas personas migrantes, muchas sin papeles, casi todos trabajadores. De esos que levantan el país por dentro y se quedan fuera por la noche. Gente que madruga para un trabajo duro —a veces sin contrato— y que, cuando llega el final de mes, descubre el milagro moderno: el sueldo no llega, pero la culpa sí. La culpa siempre llega puntual.
Y entonces, en las puertas de la Navidad lo inevitable: llega el desalojo. No con incienso, sino con porras. No con villancicos, sino con órdenes. Y no desde una cueva, sino desde un despacho del alcalde, por quien se proclama cristiano con la misma solemnidad con la que los jueces del Tribunal Supremo, se proclaman jueces independientes. Unos cuatrocientos expulsados —la cifra baila, pero el suelo no—; el resultado es el de siempre: «a la puta calle», dicho con esa poesía administrativa que tanto se estila. Y se obra el milagro más español: hacer desaparecer a la gente a base de echarla a la intemperie, como si el espacio público fuese una papelera grande y los pobres, basura que afea la postal navideña.
A partir de ahí, el Evangelio se reescribe con sello de caucho y tinta de hipocresía.
Porque José —carpintero pobre, piel oscura, semita de los de entonces (que los semitas no eran solo «los buenos de la historia», eran lo que eran: carne humana con hambre)— se nos convierte en un obrero mal pagado de una ebanistería de Badalona, manos encallecidas, espalda doblada, contrato o promesa de contrato, que viene de lejos a buscar lo mismo que busca cualquiera: techo, pan, descanso. Y lo que encuentra es que la posada ahora se llama «recurso habitacional» y siempre está «al límite». Siempre «al límite», qué casualidad: el límite nunca es para el de arriba.
María, joven y embarazada, no encuentra comadrona: encuentra un formulario. En un idioma que no entiende, con una ventanilla que no siente su palpitar. Y en vez de «no había sitio en la posada», oye «no se puede». Y si insiste, le explican —con ese tono de que lo arregla todo— que lo suyo es «un problema de ocupación ilegal». Como si el vientre fuese delito y el frío, una sanción merecida.
El detalle esencial es este: en 2025 no se expulsa al extranjero, se expulsa al pobre. Al que viene a trabajar. Al que estorba. Al que afea el escaparate. Si eres rubio y vienes de Europa, si llegas con billetera llena desde Estados Unidos, si aterrizas con acento amable y tarjeta dorada, eres bien recibido. Si vienes con la mochila gastada, eres «problema». Eso tiene nombre, aunque no salga en los villancicos: aporofobia. Y cuando la aporofobia se disfraza de orden, huele a racismo con colonia cara y ética de saldo.
Los Reyes Magos, ya lo sabemos, tampoco lo tendrían fácil. Si llegaran, serían tres migrantes cruzando mares y alambradas para traer oro, incienso y mirra… y acabarían, como poco, bajo sospecha preventiva: «algo habrán hecho». Porque siempre queda el milagro del prejuicio: convertir a cualquiera en culpable sin pruebas, solo por el acento o el tono de la piel. Baltasar, desde luego, lo tendría muy negro; tan negro que hasta la sospecha le haría sombra. Y si uno de ellos llamara a una parroquia pidiendo techo, quizá se toparía con el coro vecinal del «aquí no»: esa liturgia moderna que se reza a grito pelado y luego se remata con villancicos y cava, para que la conciencia con las angulas y las gambas bajen mejor. Luego a rezar de rodillas y darse golpes de pecho en la Misa del Gallo, son tan buenos cristianos.
Lo más esperpéntico es que, mientras tanto, habría quien se colgaría una medalla de cristiano en la solapa, como quien se pone un pin de «buenas personas» o de «gente normal», «españoles de bien». Y ahí la escena se vuelve Valle-Inclán con reguetón: presumen de Evangelio mientras empujan a los sin techo hacia la calle; se declaran defensores de la «dignidad» mientras reparten humillación; se santiguan con una mano y con la otra cierran el albergue —o lo descartan— porque «no es la solución». Es decir: el problema es el pobre, no el frío. El problema es que exista, no que sufra.
El alcalde, por su parte, dice que esto no va de inmigración, sino de «ocupación ilegal». Y también se nos añade el «pero» de rigor: que dentro había delincuencia, mafia, prostitución o drogas. Puede que sí. El abandono institucional es un excelente criadero de monstruos. Pero incluso si el infierno estuviera dentro, la pregunta sigue siendo obscena y simple: ¿se combate el infierno arrojando a los más débiles al frío? ¿Se limpia una ciudad dejando a decenas —o cientos— durmiendo al raso, bajo puentes, con bolsas por maletas y cartones por mantas? La escoba moral siempre barre hacia abajo.
En los Evangelios, Herodes manda matar niños. En el nuestro, Herodes no necesita espada: le basta con burocracia, indiferencia y propaganda. No hace falta «matar»: basta con «desalojar» y mirar a otro lado mientras la noche hace su trabajo, que es lento, silencioso y perfecto. Por eso, cuando expertos de la ONU condenan el desalojo de cientos de migrantes y advierten del riesgo de dejar a personas vulnerables sin alternativa, no están escribiendo poesía: están describiendo una crueldad moderna con corbata y expediente.
Y no: esto no es solo un debate moral. Es política con consecuencias. Hubo denuncias por posible delito de odio; hubo entidades que improvisaron acogida cuando las instituciones no llegaban; hubo realojos parciales (Generalitat y Cruz Roja) y, aun así, hubo gente que se quedó fuera, en ese frío donde el Estado se vuelve niebla. Y la niebla, ya se sabe, también mata: solo que no deja huellas en el parte oficial. Este episodio deja al descubierto el catecismo real de algunos: la caridad, «que la haga otro»; la compasión, «mientras no moleste»; la dignidad, «si no se me planta en el portal». Y el cristianismo convertido en pegatina: sirve para perfumar la conciencia, no para abrir la puerta.
Porque un cristiano —uno de verdad— no presume: práctica. No expulsa en pleno invierno ni convierte la intemperie en política pública. No parece una excavadora: se parece a un refugio, a una mesa puesta, a un «pasa, que hace frío». Lo demás es teatro: mucha cruz al cuello y poco prójimo en la calle.
Y lo más trágico —por eso mismo, lo más sarcástico— es que, si Jesús naciera hoy en Badalona, acabaría etiquetado como «okupa», «ilegal», «problema», «amenaza», «efecto llamada». Y quienes dicen seguirlo, en vez de arrimarle una manta, le arrimarían un eslogan.
Que me llamen sectario si quieren: yo no comulgo con ese belén de plástico donde los pobres sobran y los villancicos se cantan desde el salón con calefacción. No felicito «a troche y moche» a quien convierte el frío en castigo y la pobreza en delito. No es odio: es memoria. Memoria de lo que significaba —o debería significar— eso de «tuve hambre», «tuve frío», «fui forastero».
A quienes luchan por un mundo más justo —en Badalona y fuera—, a quienes ponen el cuerpo donde otros ponen la excusa, a quienes se arremangan para que nadie duerma en la calle y no confunden el Evangelio con un eslogan de campaña: a esos sí.
Felices Fiestas. Feliz Solsticio. Y salud para 2026. Porque la hipocresía tiene muchos techos. La dignidad, en cambio, solo necesita uno.
DdA, XXI/6209

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