jueves, 11 de diciembre de 2025

METER LA MANO EN LAS ARCAS PÚBLICAS ES YA UN RASGO COSTUMBRISTA

Haga el lector sus cuentas y reconsidere los años en que en el periodismo patrio se viene hablando de corrupción política. Muchos, demasiados, los suficientes para que el sistema se resienta. Meter la mano en las arcas públicas, escribe el articulista, se ha convertido en un rasgo costumbrista, normalizado y convalidado por gran parte de la población, siempre y cuando sean los suyos quienes lo hacen. Los controles democráticos no solo están fracasando estrepitosamente: es que, a ojos de muchos, no son necesarios ni convenientes. La degradación intelectual, ética y estética de la ciudadanía, mutada en masa vociferante, es notoria. La socialización de la ignorancia y el vaciado de las mentes han provocado un tsunami que parece imposible de detener. El lugar del diálogo civilizado y constructivo ha sido usurpado por una sucesión de monólogos desquiciados, falsarios, malignos, insensatos y cada vez más violentos. Organizaciones y sujetos malvados, malignos, malos de solemnidad aprovechan la creciente debilidad del pensamiento, la razón y la conciencia moral para poner en marcha sus codiciosos y siniestros tentáculos.



Antonio Monterrubio

Era el año 2020 y un fantasma recorría el mundo, dejando a su paso un reguero de muerte. El SARS-CoV-2, un virus de armas tomar, mantenía a poblaciones enteras en un ir y venir del miedo al confinamiento, y viceversa. Poniéndolos en jaque casi mate, demostraba la real debilidad de unos sistemas sanitarios que se publicitaban como invulnerables. A la vez, revelaba los perniciosos efectos de la desindustrialización de los países occidentales. De la noche a la mañana, nos topamos con una carencia absoluta de elementos sanitarios de primera necesidad: respiradores, equipos de protección individual, guantes, gel hidroalcohólico, mascarillas… No quedaba otra que acudir a la fábrica del mundo y sus sucursales para obtener suministros a cualquier precio. Intermediarios, comisionistas, facinerosos bien situados y delincuentes de cuello blanco hicieron su agosto. Tener contactos era esencial, aunque fueran procedentes de exóticos lugares y con nombre de chiste. San Chin Choon y Cho Ri Zo siempre han hecho buenas migas.

Con el paso del tiempo, quedó patente la degradación moral que afectaba a instituciones y representantes públicos de todos los signos. Cargos, carguitos, familiares y amigos de mandamases estatales, regionales o municipales engordaron sus faltriqueras y cuentas corrientes lucrándose con la desgracia colectiva. Las especiales circunstancias en las que se produjeron estos fraudes, desfalcos y estafas, en medio de una pandemia como no se había visto otra en un siglo, los hizo particularmente llamativos. Pero se trataba de una muestra, por lo demás no muy representativa, del extendido hábito de la corrupción en la adjudicación de contratos públicos. Las concesiones de obras o servicios a cambio de generosas donaciones a partidos o particulares forman parte del folklore nacional –de casi todas las naciones, con o sin Estado–. Lo mismo sucede con opíparas subvenciones a fondo perdido otorgadas a algunos por su linda cara, los préstamos avalados jamás devueltos, los menudeos de contratos, los concursos amañados o los pliegos de condiciones tramposos. Las privatizaciones a dedo –que enriquecen, por ejemplo, a compañeros de pupitre– son, más que el pan nuestro, la cosa nostra de cada día.

Ese maravilloso bálsamo de Fierabrás, tan publicitado por políticos, empresarios y medios de comunicación, que es la colaboración público-privada es otro sumidero de dinero público. En la práctica, se traduce en que el Estado pone la pasta, y los capitalistas el bolsillo o las cuentas en las Islas Caimán. Cuando el pastel se descubre –lo cual dista de ser siempre– y los malhechores salen a plena luz con las manos pringadas de nata, llega el momento de la justicia. Y esta no es parca en aplicar la ley (del embudo). Si algunos corruptos a veces pagan –aunque con frecuencia les sale a cuenta–, los corruptores, por su lado, suelen irse de rositas y siguen disfrutando de sus Lambos, su caviar o sus yates.

Meter la mano en las arcas públicas se ha convertido en un rasgo costumbrista, normalizado y convalidado por gran parte de la población, siempre y cuando sean los suyos quienes lo hacen. Los controles democráticos no solo están fracasando estrepitosamente: es que, a ojos de muchos, no son necesarios ni convenientes. La degradación intelectual, ética y estética de la ciudadanía, mutada en masa vociferante, es notoria. La socialización de la ignorancia y el vaciado de las mentes han provocado un tsunami que parece imposible de detener. El lugar del diálogo civilizado y constructivo ha sido usurpado por una sucesión de monólogos desquiciados, falsarios, malignos, insensatos y cada vez más violentos. Organizaciones y sujetos malvados, malignos, malos de solemnidad aprovechan la creciente debilidad del pensamiento, la razón y la conciencia moral para poner en marcha sus codiciosos y siniestros tentáculos.

Solo en una sociedad zombi, poblada de multitudes desnortadas y sonámbulas, puede presentarse como azote de la corrupción un partido que desvía fondos públicos a una fundación de la cual su líder es presidente vitalicio. El Tribunal de Cuentas, institución no especialmente diligente, ha cuestionado varias veces la claridad y limpieza de sus números. ¿Cuentas o cuentos? Rizando el rizo –con gomina–, dirigentes de su rama juvenil –bemoles tiene– han sido denunciados por otros directivos dimisionarios por haber desviado fondos recaudados para los damnificados por la DANA que provocó más de doscientos muertos en Valencia. Lo único que algunas Revueltas revuelven es el estómago.

Claro que en la Sociedad del Consumo y el Espectáculo, cualquier falacia encuentra terreno abonado para arraigar. Así, la aureola de buen gestor con la que unos medios rendidos o vendidos –quizás ambas cosas– rodean en olor de santidad a cierta formación de cuyo injustificado nombre no queremos acordarnos. Estamos hablando del partido del Prestige, el Yak-42, el 11-M, los accidentes del Alvia y el metro de Valencia, los protocolos de la vergüenza en las residencias de ancianos de la Comunidad de Madrid o la catastrófica DANA de Valencia, por ejemplo. No se trata de errores o incompetencias banales. Estamos hablando de cientos y cientos de víctimas. En el verano de 2025, pudimos comprobar cómo la negligencia, la desidia y la ineptitud de administraciones regidas por este grupo contribuyeron en gran medida a que una oleada de incendios forestales arrasara la península. Entre tantos otros lugares, mi Sanabria natal ardió hasta la médula. Aun así, siempre se encontrarán fieles devotos para procesionar con entusiasmo tras el ángel de la muerte, tomándolo por el hada madrina. Todo esto sin necesidad de entrar en las procelosas aguas de la corrupción, tan bien conocidas por destacados próceres de este y otros partidos con mando en plaza.

DdA, XXI/6194

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