El escritor sanabrés añade a lo afirmado en el titular que la aceleración de la sociedad tardocapitalista, el culto a la prisa, son síntomas de estar huyendo de una legión de peligrosos demonios, de los cuales el más astuto y maligno mora dentro de cada uno y es, por tanto, imposible de despistar. Con estos mimbres, el malestar existencial puede tenerse a raya en ciertos momentos, pero acaba por aflorar. El antídoto de la agitación que deriva en una vida vicaria y, en el fondo, dolorosa, es conocido desde antiguo. Las éticas helenísticas lo posicionaban como un elemento cardinal de sus sistemas. Su nombre es phrónesis, que cabe verter por ‘sensatez moral’ o ‘prudencia’, virtud de la cual todas las demás –así, la templanza o la justicia– serían manifestaciones parciales. La supresión de la filosofía y los estudios clásicos es para Monterrubio una catástrofe cultural y un tremendo drama social y político de incalculables y nefastas consecuencias. Pues no es difícil establecer un nexo entre esto y la proliferación de jóvenes lobotomizados que repiten cual loritos las consignas fascistas y ultracapitalistas que sus maîtres-à-penser virtuales vomitan día tras día por cuenta del Señor oscuro.
Antonio Monterrubio
La hegemonía ejercida por el Poder con mayúscula y las élites que lo detentan se establece gracias a la ideología que se posesiona de las mentalidades colectivas y anida en cada conciencia. Por ideología entendemos aquí «una representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia» (Althusser: Posiciones). Esta definición no supone, desde luego, que la impronta de tal ente se limite al ámbito espiritual, o intelectual, si se quiere. Es obvio que tiene una presencia y una consistencia material. Se hace carne cada día ante nuestros ojos, determinando caracteres o visiones del mundo, comportamientos concretos y conductas. Lo real es suplantado por lo ideológico, que se convierte en lo único tangible, proporcionando una conciencia falsa o alienada que sustituye el contacto directo con el entorno por un holograma venido de otra parte y cuyo fin último e ignorado es el beneficio de unos pocos.
Cuando el individuo cae en las garras de la ideología, esta tiende a absorberlo, a construirlo según plano, a crearlo a su imagen y semejanza. Disfraza la realidad, la volatiliza y pone en su lugar un espectáculo de idealismo maquillado, de modo que los súbditos ya no ven hechos o datos, elementos objetivos: viven en y de las interpretaciones. Seres y colectivos dominados comparten jubilosamente y sin reparos las de sus dominadores. Y no se sostiene el tópico tranquilizador de que, al estar al servicio de quienes controlan los resortes de la sociedad, deben proceder del cogollito. Los que están debajo elaboran igualmente arquitecturas teórico-prácticas que contribuyen a mantenerlos allí, amén de obsequiarlos con dosis no inocuas de conciencia infeliz. Pero si la ideología quita, también da. Ofrece compensaciones a cambio de conformismo, es decir, de sumisión.
Que el libre albedrío dista de ser absoluto e incondicionado es un hecho que no admite discusión. Paralelamente, la libertad no se reduce a un mero residuo, a un resto. Es pluripotencial y está siempre lista para ponerse en acción.
Sentir todo de todas las maneras,/ vivir todo por todos los lados,/ ser la misma cosa de todos los modos posibles al mismo tiempo,/ realizar en mí mismo toda la humanidad de todos los momentos/ en un solo momento difuso, profuso, completo y lejano. (Pessoa: El paso de las horas)
Ahora bien, conquistar y ejercer la libertad posible, justa y necesaria es empresa sumamente arriesgada. Requiere valor, pues se podría perecer en el intento. Más fácil y confortable es dejarse acunar por las nanas posmodernas, persistir en la infancia mental y dormir el sueño de los injustos. Un ansia patológica de dependencia, aceptación y reconocimiento lleva a multitudes amorfas a rendirse antes de haber combatido, a capitular sin condiciones acomodándose a la inercia heterónoma, a la supervivencia huera de sentido y de gratificaciones, a la infelicidad a crédito. El Imperio de la necesidad es enemigo acérrimo de la República de la libertad. La aceleración de la sociedad tardocapitalista, el culto a la prisa, la obsesión por la novedad son síntomas de estar huyendo de una legión de peligrosos demonios, de los cuales el más astuto y maligno mora dentro de cada uno y es, por tanto, imposible de despistar. Con estos mimbres, el malestar existencial puede tenerse a raya en ciertos momentos, pero acaba por aflorar.
El antídoto de la agitación que deriva en una vida vicaria y, en el fondo, dolorosa, es conocido desde antiguo. Las éticas helenísticas lo posicionaban como un elemento cardinal de sus sistemas. Su nombre es phrónesis, que cabe verter por ‘sensatez moral’ o ‘prudencia’, virtud de la cual todas las demás –así, la templanza o la justicia– serían manifestaciones parciales. Ser capaz de evaluar, con ecuanimidad y sabiduría, las personas, las cosas y los hechos, decidir racionalmente apreciando al tiempo la sublime potencia que atesoras y sus inevitables limitaciones, es el camino hacia una vida realizada. En el Enchiridion dice Epícteto:
Si deseas algo de lo que no está en nuestro dominio, forzosamente serás infeliz, y si es algo que es noble desear, nada está lejos de tu alcance. Recurre solamente a elegir y rechazar, y con todo suavemente, con reservas y sin forzarte.
Y añade el filósofo, el cual, habiendo nacido esclavo, conocía muy bien el inestimable valor de la más auténtica libertad, la interior, que «perturban a los hombres, no las cosas, sino sus opiniones sobre las cosas».
He aquí una nueva demostración de por qué es una tragedia la progresiva supresión de la enseñanza de la filosofía, así como la práctica desaparición de los estudios clásicos en nuestros sistemas de enseñanza. Se trata de una catástrofe cultural, desde luego, pero a la vez de un tremendo drama social y político de incalculables y nefastas consecuencias. Pues no es difícil establecer un nexo entre esto y la proliferación de jóvenes lobotomizados que repiten cual loritos las consignas fascistas y ultracapitalistas que sus maîtres-à-penser virtuales vomitan día tras día por cuenta del Señor oscuro. Otro gallo cantaría si se siguiera la senda de Epicuro cuando aconseja, para engendrar una vida feliz, «un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo, disipando las falsas opiniones de las que nace la más grande turbación que se adueña del alma» (Carta a Meneceo). Desgraciadamente, el Tinglado ha cerrado el paso a esos caminos, hoy abandonados y polvorientos, desviando el tráfico hacia la impoluta y reluciente autopista que conduce a la cumbre de toda buena fortuna: el centro comercial.
Más que un derecho, decidir es un deber. Múltiples –no infinitas– opciones se abren a la conciencia del sujeto, a su inteligencia y su voluntad. La responsabilidad de elegir la óptima, a la par posible, conveniente y justa, atañe a cada uno y puede resultar angustiosa. La tentación de dimitir es demasiado fuerte para muchos, que se privan así del placer que proporciona el orgullo de resolver por sí mismo, de ser libre. Y al hacerse presente la libertad, ante su epifanía, la persona siente una excedencia de su ser que lo transfigura.
La liberación es un juego, cuenta Spinoza, en el que querer agudamente se instala completamente en nuestro intelecto y lo sostiene en su apertura al absoluto, es más, sencillamente le conduce, con alegría (Negri: Spinoza subversivo).
En El ser y la nada, Sartre afirma sobre el ser-para-sí que «decir que en él la existencia precede y condiciona la esencia es decir […] que el hombre es libre». La libertad como posibilidad concreta está ahí antes y al margen de todo proceder y de toda voluntad, no tiene origen ni meta, es estructura ontológica del para-sí. Por supuesto, esa libertad ontológica va a toparse una y otra vez con barreras, límites y prohibiciones, pero «esos obstáculos y resistencias no tienen sentido sino en y por la libre elección que la realidad humana es» (La náusea). El ejercicio racional de la libertad de decisión y de acción es una característica inherente a nuestra naturaleza. Renunciar a ella para seguir el dictado de las modas y los modos impuestos por otros es caer en el pozo de la indignidad.
Si no todos, muchos son los caminos que están abiertos. Escogerlos con tino y recorrerlos con determinación, sin temor ni temblor, es nuestra misión indelegable. Incluso si el libre albedrío fuera un espejismo, nada ni nadie nos autoriza ni obliga a prescindir de él. Como Hölderlin dejó escrito, «el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona» (Hiperión).
Es posible que, bien mirado, nada tenga sentido. Pero ello no le quita a la vida su brillo ni su capacidad de despertar entusiasmo. «Así saco de lo absurdo tres consecuencias, que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión» (Camus: El mito de Sísifo). La suerte está echada. Levántate, anda y sé libre, o inténtalo al menos.
DdA, XXI/6208

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