En Gaza, donde se están dando tantas imágenes penosas para indignar al mundo, también se da alguna que se presta a la esperanza: un niño de no más de ocho o nueve años, ataviado con una capa de Superman, avanza con paso firme entre las calles destruidas por la barbarie. No se sabe su nombre ni su historia, pero su figura se convirtió en un recordatorio vivo de resiliencia. Dicen que cada mañana sale con su capa azul no para salvar el mundo como en los cómics, sino para recordarse —y recordarnos— que todavía hay fuerza para seguir adelante. Sus zapatos están gastados, sus manos llenas de polvo, pero su mirada refleja una determinación que ni la adversidad ha podido borrar. Quienes lo han visto cuentan que a veces ayuda a mover objetos, recoge cosas que pueden reutilizarse o simplemente se sienta observando cómo otros intentan reconstruir lo que quedó. En ese silencio, hay un mensaje más poderoso que cualquier palabra: la infancia puede resistir incluso en los lugares más frágiles. Ese niño palestino, sin pronunciar una sola frase, inspira más que cualquier discurso. Nos recuerda que la valentía no siempre es volar… a veces, es simplemente seguir caminando. Derrotados son los que dejan de luchar, decía José Mugica. Dejar de luchar es dejar de soñar.
DdA, XXI/6072
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