Críticas a la organización del Orgullo de Madrid por parte del firmante, para quien esa jornada podría seguir siendo la más grande y concurrida sin necesidad de obedecer a cualquier precio a las lógicas del mercado, esas que nos expulsarán en cuanto les parezca más rentable odiarnos (en Estados Unidos ya está pasando). Muchas personas hace tiempo que se sienten expulsadas de este MADO controlado por empresarios y políticos sin un compromiso firme por los derechos del colectivo; personas que tienen mucho más que ver con quienes originaron el Orgullo que sus actuales dirigentes.
Enrique Aparicio
Como cada año, el pasado
miércoles me reuní con las amigas para dar el pistoletazo de salida a las
celebraciones del Orgullo de Madrid. Hace mucho que no me siento
particularmente interpelado por el MADO, el Orgullo oficial con marca
registrada en el que han derivado los fastos –y que organiza principalmente
AEGAL, la Asociación de Empresas y Profesionales para LGTB (sic) de la
Comunidad de Madrid–, pero además de acudir a las citas convocadas por el
Orgullo vallecano y el crítico, me parece importante mantenerme fiel a este,
para no entregarlo del todo.
Cualquiera que lleve unos
cuantos orgullos a sus espaldas ha podido comprobar la deriva neoliberal y
blanqueante de las celebraciones oficiales. No es nada nuevo, la añorada
activista Shangay
Lily ya publicó libros enteros dedicados a lo que llamaba el
"gaypitalismo": ese fenómeno que se produce cuando las personas del
colectivo LGTBIQA+ somos bienvenidas a un espacio, público o privado, siempre
que entremos con la billetera por delante.
Que el MADO esté organizado
por un entramado de empresarios y locales de ocio, que ha acabado por sustituir
a los colectivos que lo impulsaron en los tiempos en que no era tan fácil que
las instituciones respondieran, es un hecho que habla por sí solo. Mientras las
reivindicaciones del pasado y las personas que se partieron la cara por
nuestros derechos protagonizan como mucho una coqueta exposición, Chueca y
Madrid entera se convierten en un gigantesco datáfono para cobrar, gastar,
consumir. Con una pegatina arcoíris bien visible, eso sí.
Decía que, como cada año, me
reuní con las amigas el primer día de las fiestas, en el que se lee el pregón
en la Plaza Pedro Zerolo. Quiso el destino –es decir, el cambio climático– que
cayera una pequeña tormenta. Con toda nuestra buena fe, nos metimos en una
heladería sita en una de las esquinas de la plaza. La heladería, como casi
todos los negocios del barrio, estaba transformada durante esos días en una
única barra para servir alcohol a precios exorbitados. Y quien estaba allí
controlando la entrada no soportó que ocupásemos espacio sin sacarnos el
dinero.
Cuando empezaba a caer agua
de verdad, nos dijeron que nos teníamos que ir porque obstaculizábamos la
puerta. Como no era verdad, porque la gente seguía entrando, les pedimos poder
quedarnos en lo que duraba la lluvia, que no podía ser mucho tiempo teniendo en
cuenta que era una tormenta de verano. Nos insistieron, ya de muy malas
maneras, llegando a empujar a uno de nosotros. La cosa escaló lo justo, al
final nos salimos por no tener que aguantar esas formas. Pero lo interesante
ocurrió a continuación.
Otro de los responsables del
establecimiento, supongo que al oír las voces, acudió para actuar de poli bueno
en la discusión. Pretendiendo hacerse el guay y el integrador, nos dijo que no
nos enfadáramos porqué él estaba "a favor del amor", y que no
sacáramos las cosas se quicio porque teníamos que entender, palabras textuales,
que "el dinero está por encima de todo en esta sociedad". Eso sí, la
máscara de la tolerancia se le cayó ante nuestra respuesta de que la humanidad
debería estar por encima del negocio, y remató sentenciando que "vosotros
al final sois los más nazis". Sin comentarios.
Tras el desagradable
incidente, desconcertados y tristes todavía por lo que había pasado, nos dimos
cuenta de lo significativo del intercambio. Este local seguro que ha puesto
dinero para financiar el MADO, porque parte de su presupuesto viene de las empresas
asociadas, y no quería perder ni un segundo de facturación a costa del
colectivo. Pero claro, permitir que la gente se resguarde unos minutos no da
dinero (aunque estoy seguro de que, de tratarnos bien, habríamos pedido algo
como agradecimiento), y quienes se acercan al Orgullo solo interesan si generan
ganancias.
Han ocurrido cosas mucho
peores en las convocatorias de este año, en las que se han registrado un buen
número de agresiones, entre
las que destaca la de Logroño. Hay mucha gente a la que le cuesta entender
que juntarnos para celebrar que seguimos aquí y que seguimos teniendo fuerza no
tiene el único objetivo de pasar un buen rato, sino de que se hable también de
lo mucho que nos queda por cambiar.
Y entre esas cuestiones, está
la necesidad de no ser reducidos a meros clientes o consumidores. Porque
tenemos claro lo veleidoso de ese trato, como mis amigas y yo pudimos comprobar
en pleno corazón de Chueca, donde alguien que un día decidió poner un negocio
con participación activa en el Orgullo, y ni siquiera consintió servir de
cobijo durante diez minutos a quienes no entraron con un billete en la mano.
El Orgullo de Madrid podría
seguir siendo el más grande y concurrido sin necesidad de obedecer a cualquier
precio las lógicas del mercado, esas que nos expulsarán en cuanto les parezca
más rentable odiarnos (en
Estados Unidos ya está pasando). Muchas personas hace tiempo que se sienten
expulsadas de este MADO controlado por empresarios y políticos sin un
compromiso firme por los derechos del colectivo; personas que tienen mucho más
que ver con quienes originaron el Orgullo que sus actuales dirigentes.
Podemos y debemos reflexionar
sobre la deriva de la cita de la capital. Y, mientras acudimos a las
convocatorias alternativas, tengo la esperanza de que avivemos el espíritu de
esa primera marcha que recorrió la ciudad en 1978, y cuyo legado tiene más que
ver con quienes hoy se quedan fuera de sus espacios que con quienes programan,
firman, acuerdan y recaudan.
PÚBLICO DdA, XXI/6.032
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