José Ignacio Fernández del Castro
«Para mí la única fortuna, ya le digo, es la de saber vivir, la de ser libre.» Carmen MARTÍN GAITE: Caperucita en Manhattan (1990).
Realmente la infancia , al menos la infancia más rural (Madiba dixit), es ya el único reino de la libertad... Después, poco a poco, uno va tomando conciencia, incluso en los países que se llaman “democráticos” (sobre todo en los países que se llaman democráticos y “económicamente desarrollados”), de que, si bien no hay un régimen de apartheid explícito e institucionalizado como el que tuvo que sufrir Madiba, nuestra única libertad será la que nos concedan unos mercados en plena expansión para el dominio, control y gestión hasta de los ámbitos más delicados de la sociedad y de la vida...
Es decir, primero se va mercantilizando la política (ofreciendo unas marcas registradas como partidos que, en realidad, representan a las élites económicas, y pueden ser elegidas en sufragio de tal modo que, a quien no le guste el resultado global de la elección, es decir, la marca resultante, pueda cambiar su voto, como si de comprar una u otra marca de refrescos de cola se tratase, en el sufragio siguiente) para que no sorprenda demasiado cuando ésta (la parte de la casta política con posibilidades reales de gobierno por representar a los grupos de interés económico socialmente hegemónicos) comience a mercantilizar los derechos básicos de la ciudadanía: la educación, la salud, las pensiones, la atención a la dependencia...
Uno, si tiene suerte en la vida, podrá a llegar a considerarse, como recogía un chiste del genial Forges, “libre de elegir el banco que le exprima, la cadena de televisión que le embrutezca, la petrolera que le esquilme, la comida que le envenene, la red de telefonía que le time, el informador que le desinforme, y la opción política que le desilusione”...
Por desgracia, mucha gente, cada día más, no podrá llegar a tanto y ni siquiera podrá elegir la razón o característica por la que será socialmente excluida.
O sea, que no habrá una política institucional manifiesta de segregación racial, pero sí una construcción social generadora de imaginarios colectivos que naturalizan los procesos de exclusión relativos a las variables más variopintas, fluctuantes y aleatorias (pero que siempre convergen en los sectores más desvalidos de la sociedad).
Un mecanismo, por cierto, muy útil para ejercer el control social por su inmensa capacidad para generar miedo: no vaya a ser que… Porque, al fin y al cabo, excluida, en un momento dado, pude ser cualquier persona.
Por eso la única manera de ser esencialmente libre en este contexto, es entender esa libertad como un proceso dialéctico que atañe colectivamente a las distintas y superpuestas “unidades de convivencia” entre el individuo y la humanidad (con minúscula, tampoco nos pasemos), en el aquí y el ahora…
Es decir, una libertad que exige una condición rebelde como base para convertirse en auténtica forma de vida. Afortunada.
DdA, XXI/5.941
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