Juan Manuel López López
La génesis de la revolución cubana no se encuentra en el golpe de Estado dirigido por Fulgencio Batista en 1952, tal como afirman algunos historiadores que eligen ir lo más atrás posible para comprender un hecho histórico. Tampoco se halla en el famoso asalto al Cuartel Moncada, en 1953, cuando más de 100 guerrilleros opositores a la dictadura de Batista, liderados por un joven Fidel Castro, intentaron –sin éxito- tomar el poder. La raíz de la revolución latinoamericana más importante del siglo XX no aparece con la creación del Movimiento 26 de Julio, ni siquiera en las interminables conversaciones que el propio Fidel, su hermano Raúl Castro y Ernesto Che Guevara mantuvieron en México, cuando preparaban una guerra de guerrillas, detalle por detalle, un plan que coronarían con victoria el 1 de enero de 1959. El principio de la revolución cubana no es el Granma, aquella embarcación que partió el 25 de noviembre de 1956 desde las aguas mexicanas rumbo a Cuba, con 82 revolucionarios a bordo. El comienzo no se halla en Sierra Maestra, donde el movimiento creció a grandes escalas, y se hizo fuerte para pelear y vencer. Todas esas teorías que se leen en los manuales de la historia formal y oficial pueden quedar descartadas inmediatamente. Créase o no, sea curioso o no, la génesis de la revolución cubana se encuentra bien lejos de la isla caribeña. La revolución cubana nace en una aldea de Láncara, en la provincia de Lugo, en la Galicia rural.
Allí, en Láncara, justamente, nació Ángel Castro Argiz, el padre de Fidel Castro y de Raúl Castro, emblemas de la gesta. Vivió en un hogar de piedra muy pequeño, rodeado de campo. Una placa colocada en la misma vivienda precaria recuerda este origen: «En esta casa, en 1875 nació Ángel Castro Argiz, gallego que emigró a Cuba, donde plantó árboles que aún florecen».
Y vaya que florecieron esos árboles. El propio Fidel, quien resaltaba la «testarudez gallega» como una característica humana, pudo viajar en una ocasión hacia Galicia y visitar la casa humilde de su progenitor. Fue en julio de 1992, llegó acompañado por Manuel Fraga, por entonces presidente de la Xunta y la persona más representativa de la derecha española después del franquismo.
«Él no hablaba mucho de Galicia, le daba tristeza», recordó el líder cubano en aquel paso por la tierra lucense, cuando le preguntaron por la morriña de su papá. «Hay quienes pueden tener el honor de descender de príncipes, de reyes, de marqueses, de nobles… Yo tengo el honor de haber descendido de gallegos, y que la casa de mi padre no sea un palacio, sino una choza», agregó el comandante con una mirada húmeda que disolvía cualquier juicio previo.
Paradoja de la emigración: el hombre que no se dejaba dominar por Estados Unidos se mostró dominado en Láncara por una vibración distinta a tantas otras que había vivido en su arriesgada existencia. Abrazó con cariño a familiares, descolocando a sus propios escoltas, respiró hondo como un nadador cansado y aguantó estoicamente el golpeteo intenso que le dio su corazón al ingresar a la casa paterna.
Después de conocerla por dentro y acariciar conmovido hasta el techo de pizarra, participó también de una romería en la aldea de Armea. No faltó el pulpo, la empanada gallega, el vino, una queimada y hasta hubo una partida de dominó contra Fraga. Los de la derecha dirán que ganó el fundador del Partido Popular; los de la izquierda, sin achicarse, dirán que el vencedor fue Fidel. Como suele suceder en estos casos, el periodista dirá la verdad, pero no tendrá espacio para publicarla en los medios de comunicación que comunican según el dinero pautado.
Ese amigable encuentro entre un hombre muy de derechas y otro hombre muy de izquierdas no sorprendió tanto porque ya existía un precedente: el año anterior, en 1991, se habían reunido en La Habana con la misma camaradería radiante. Fidel había tenido también una cordial relación con Francisco Franco, otro gallego. El líder cubano reconoció que la España franquista, pese a la presión estadounidense, no quiso romper relaciones con Cuba, país que decretó tres días de luto cuando murió el dictador español en 1975.

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