Javier Morales
Erri de Luca estudió hebreo y yiddish por su cuenta, mientras trabajaba como obrero de la construcción. Aprender la lengua de los judíos era una manera de compensar, aunque solo fuera literariamente, a los muertos en el Holocausto. Ahora necesitamos poetas que nos cuenten cómo Israel, el Estado genocida, convoca a los hambrientos y enfermos para adquirir un pedazo de pan y ser asesinados allí mismo, en la más cruel extorsión de la ayuda humanitaria.
Las novelas de Erri de Luca suelen estar narradas en primera persona. A veces, como en Montedidio (tal vez la mejor de todas), es un niño que se hace hombre quien habla. En otras, como si recuperara a ese niño, es un escritor napolitano quien lo hace. En estos casos, como en Historia de Irene, el narrador prefiere mantenerse al margen, actuar solo en el vehículo de la historia, incluso aunque sea uno de los protagonistas, como en la última novela traducida al español, Las reglas del Mikado, publicada como las otras en Seix Barral.
Un hombre ya provecto, de profesión relojero, se encuentra con una niña/joven gitana en la frontera entre Italia y Eslovenia. La chica, con una intuición y una sabiduría natural, peleada con su propia cultura que quiere obligarla a casarse, me ha recordado a Irene. El paso de la infancia a la juventud, de ahí a la edad adulta, es uno de los temas que recorren la literatura del escritor napolitano. Las reglas de Mikado, que nos habla del azar, del destino, de la Europa-fortaleza para los inmigrantes y de los pueblos oprimidos, como los gitanos, de los que casi nadie cuenta nada, tiene una primera parte magistral, sostenida en un diálogo ininterrumpido entre el hombre y la chica. Luego la deriva de la novela transita por derroteros menos sólidos, pero en todo caso es Erri de Luca uno de los grandes narradores de la literatura europea, uno de mis referentes.
Durante la última Feria del Libro, cuando estaba en la caseta firmando mi último libro, se acercó uno de mis alumnos para contarme que se había comprado un par de títulos de Erri De Luca (a quien habíamos leído en clase), al que desconocía por completo. Estaban publicados en una pequeña, pero veterana, editorial, Ediciones Sígueme. Dio la casualidad de que la caseta de la editorial estaba cerquísima de donde yo firmaba y, en cuanto acabé, me dirigí allí para comprar Huesos de aceituna y Hora prima. Con la brevedad y aliento poético que caracteriza siempre la prosa del escritor italiano, De Luca reflexiona en estos ensayos (que no quisieron publicar ninguna de las grandes editoriales, según me contó alguien de Ediciones Sígueme) sobre distintos momentos de su vida y pasajes del Antiguo Testamento. Nos explica por qué lo lee todos los días en su idioma original. De Luca aprendió hebreo y yiddish por su cuenta, mientras trabajaba como obrero de la construcción. Aprender la lengua de los judíos era una manera de compensar, aunque solo fuera literariamente, a los muertos en el Holocausto, como si con las palabras saldase una pequeña deuda hacia quienes fueron exterminados ante la impasibilidad de muchos.
Autor comprometido, con su obra y con el mundo que le ha tocado vivir, De Luca perteneció en su juventud a Lotta Continua, un grupo de extrema izquierda que soñaba con que otra sociedad era posible. Fue uno de los que arrojaban guijarros y baldosas durante Mayo del 68. Ideas que giran en varias de sus obras y sobre las que reflexiona también en A tamaño natural. Historias extremas de padres e hijos.
Aprender una lengua muerta de un pueblo que ha sido perseguido a lo largo de la historia me parece un bonito acto de resistencia, aunque no restituya nunca el daño causado. Y pienso que, tal vez, haya ahora mismo una escritora o un escritor judío aprendiendo árabe para poder leer de primera mano El Corán o al poeta Mahmud Darwish. Hace unos meses recordaba en este mismo espacio dos de sus libros, reunidos en Cátedra, ¿Por qué has dejado solo al caballo? y Estado de sitio.
“Aquí, en la falda de las colinas, ante el ocaso / y las fauces del tiempo, / junto a huertos de sombras arrancadas, / hacemos lo que hacen los prisioneros, / lo que hacen los desempleados: / alimentamos la esperanza”.
Este gesto del futuro escritor y lector en árabe sería también un pequeño pero hermoso tributo que combatiese al genocidio en directo de los palestinos por parte de Israel. Necesitamos poetas que nos cuenten esa barbarie, de cómo este Estado genocida convoca a los hambrientos y enfermos para adquirir un pedazo de pan y ser asesinados allí mismo, en una extorsión de la ayuda humanitaria. El Tribunal de la Haya debería juzgar no solo a Netanyahu, que ha sido condenado, sino también a todos los responsables políticos europeos que miran hacia otro lado. ¿Qué más necesitan ver para actuar? Mientras llegan esos poemas, los periodistas y los activistas se juegan la vida para mostrarnos el horror. Un horror que no me deja dormir por las noches.
EL ASOMBRARIO
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