El gobierno de Italia, en vez de protegerla, se manifiesta públicamente contra ella, en parte por el oportunismo de congraciarse con Donald Trump, en parte por simple espíritu de sumisión hacia un poder abrumador. Y la Unión Europea se envuelve en las habituales vaguedades para claudicar una vez más de los valores fundamentales que justifican su existencia: ahora sabemos que un poder extranjero puede impunemente despojar de sus derechos a una ciudadana de Europa. (Del artículo publicado por el autor en el diario El País el 27 de diciembre de 2025)
Antonio Muñoz Molina
Francesca Albanese tiene una de esas caras italianas en las que la desmesura de los rasgos — la nariz grande, la boca grande, las gafas enormes— favorecen la belleza en vez de malograrla. Con su aire de inteligencia y de coraje, se ha enfrentado a los poderes mayores que hoy rigen el mundo, y también al Gobierno ultra de su país, que como tantos de otros formados por patriotas de extrema derecha, compite en la bajeza por adular a Donald Trump. Albanese, ciudadana de un país soberano y de la Unión Europea, vive ahora en Túnez, pero no ha podido escapar al castigo o más bien la venganza de Estados Unidos, que la acusan oficialmente de "amenaza para la economía global" y "antisemitismo descarado".
La lejanía no la salva de nada. No puede tener una cuenta, ni una tarjeta de crédito, ni recibir transferencias, ni donaciones, ni sueldo, ni comprar un billete de avión por internet. Su cuenta bancaria y su apartamento en Nueva York están embargados.
Cualquiera que trate con ella está en peligro de ser sancionado. El gobierno americano la somete al mismo trato que a los terroristas y delincuentes internacionales; y que a los jueces del tribunal internacional de la Haya que han dado orden de detención contra Netanyahu y uno de esos ministros de su gobierno que abogan sin disimulo por el exterminio de la población palestina.
La vida nunca ha sido fácil para los disidentes de las tiranías, ni siquiera cuando han creído ponerse a salvo en el exilio. Desde su expulsión de la URSS en 1929, Leon Trotski vivió en una huida perpetua, de un país a otro, de Turquía a Francia y luego a México, rastreado siempre por los agentes de Stalin. Un hijo suyo fue asesinado en París. Un comunista español, Ramón Mercader, se las arregló para infiltrarse en su círculo más estrecho, en su casa fortificada de Coyoacán, y lo asesinó por fin al cabo de once años de persecución sin respiro.
Para el KGB, la cacería de Trotski requirió un esfuerzo humano y financiero prolongado durante más de una década. Las tecnologías del espionaje y liquidación de enemigos eran implacables, pero también rudimentarias. Había que colarse en viviendas particulares para instalar cables y micrófonos fácilmente detectables, en aparatos de teléfono que estaban fijos en una sola habitación. A los disidentes les bastaba con reunirse a charlar o a leer textos prohibidos en la cocina de un apartamento para no ser escuchados.
Hacían falta decenas de esbirros turnándose para vigilar una casa, seguir a alguien por la calle, en el tren, en territorios extranjeros, con las consiguientes dificultades de logística y dominio de idiomas.
Como en tantas otras actividades, el progreso ha traído grandes ventajas para los espías y los verdugos de los déspotas. En el mundo de Google Earth y de las vigilancias electrónicas masivas ya no queda un lugar donde esconderse. No hay asilo político que lo ponga a uno a salvo de la persecución. Hay utopías que se hacen reales. El sueño de control total de Stalin y Mao solo se ha cumplido en nuestro tiempo. Un disidente o desertor ruso que se esconde con nombre falso en una pequeña ciudad inglesa será descubierto y envenenado con polonio. Hasta las profundidades del Medio Oeste americano puede llegar un sicario enviado por el gobierno chino para ejecutar a un exiliado. A aquel piloto ruso que desertó con su helicóptero en el frente de Ucrania no le sirvió de nada esconderse en un apartamento idéntico a otros miles en una urbanización anónima, en la costa de Alicante.
No hay que hacer grandes gastos en viajes internacionales, en vigilancias agotadoras de entradas y salidas. Basta seguir el rastro electrónico continuo que a cada momento va dejando cada uno de nosotros. Los alegres muchachos de Silicon Valley, con sus sudaderas de estudiantes envejecidos y sus montañas inconcebibles de dinero, además de robarnos, con nuestra ferviente aquiescencia, hasta el rincón más ínfimo de nuestra intimidad, también colaboran activamente con los aspirantes a déspotas y con los déspotas encallecidos para establecer no aquel universo risueño de fraternidad tecnológica que prometían sus primeros gurús, sino una vasta tiranía capaz de espiar y controlar hasta aquel último refugio que ni Stalin ni Mac pudieron vulnerar, el secreto de la conciencia personal.
Pero esa omnipotencia no necesita solo de instrumentos tecnológicos de última generación: también de algo tan antiguo, incluso primitivo, como la propensión humana a la cobardía y al servilismo. Francesca Albanese es ciudadana de Italia y de Europa, el continente que al parecer sigue siendo una isla de libertades en el océano de las oligarquías y las dictaduras. Pero el gobierno de Italia, en vez de protegerla, se manifiesta públicamente contra ella, en parte por el oportunismo de congraciarse con Donald Trump, en parte por simple espíritu de sumisión hacia un poder abrumador. Y la Unión Europea se envuelve en las habituales vaguedades para claudicar una vez más de los valores fundamentales que justifican su existencia: ahora sabemos que un poder extranjero puede impunemente despojar de sus derechos a una ciudadana de Europa. Ya no basta, para sentirse a salvo, con no volver a someterse al capricho de un arrogante oficial de Inmigración al llegar a un aeropuerto americano. Ahora habrá que ponerse en guardia la próxima vez que le falle a uno la tarjeta.

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