Aquí, la política se ha convertido para muchos en una profesión de por vida, un entramado capaz de sostener a cientos de miles de personas —y a menudo también a sus círculos cercanos— gracias a una estructura sobredimensionada. Es lógico que la ciudadanía se pregunte por qué aquellos que deberían responder ante el pueblo disfrutan de beneficios que no existen en la vida cotidiana del ciudadano medio. ¿En qué momento se asumió que un político es un ciudadano distinto, con derechos añadidos solo por haber ocupado un cargo?
Ricardo Miñana
La reciente decisión de Dinamarca de retirar las pensiones vitalicias a sus políticos y equipararlas a la pensión legal del resto de ciudadanos ha reabierto un debate que muchos consideraban olvidado. Allí, quienes ostentan cargos públicos no reciben un trato especial cuando dejan la política: se integran en el mismo sistema que la gente a la que dicen servir. A simple vista, parece un gesto lógico y coherente en una democracia madura, donde se entiende que el poder no otorga privilegios permanentes, sino responsabilidades temporales.
Resulta difícil no comparar esta medida con la realidad española. Aquí, la política se ha convertido para muchos en una profesión de por vida, un entramado capaz de sostener a cientos de miles de personas —y a menudo también a sus círculos cercanos— gracias a una estructura sobredimensionada. Es lógico que la ciudadanía se pregunte por qué aquellos que deberían responder ante el pueblo disfrutan de beneficios que no existen en la vida cotidiana del ciudadano medio. ¿En qué momento se asumió que un político es un ciudadano distinto, con derechos añadidos solo por haber ocupado un cargo?
Reclamar una reforma profunda no es un gesto de rabia, sino de sensatez democrática. Pedir que los políticos tengan sueldos razonables, que no acumulen privilegios, que no existan aforamientos excepcionales, que no proliferen ministerios duplicados ni asesores innecesarios, que desaparezcan los llamados “chiringuitos” y los cargos adjudicados por amiguismo… no es pedir imposibles; es pedir normalidad. Es afirmar que el servicio público debe ser eso: servicio, no beneficio.
Dinamarca demuestra que es posible. Demuestra que un país serio no necesita una clase política blindada, sino una clase política comprometida. Y quizás ha llegado el momento de que España mire más hacia modelos que funcionan y menos hacia estructuras que solo perpetúan desigualdad y desconfianza.
Porque al final, la política debería ser un paso temporal en la vida de una persona, no una garantía de privilegios eternos. Y si un político quiere ejercer, que lo haga con orgullo, con responsabilidad y con las mismas reglas que cualquier ciudadano. Si no, tal vez no sea la persona adecuada para representar a nadie.
DdA, XXI/6194

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