La noción de “realidad objetiva” ha sido uno de los pilares del pensamiento occidental. Se ha asumido, casi sin discusión, que el mundo posee una estructura independiente de la mente humana, disponible para ser descrita por cualquiera que disponga de los instrumentos adecuados. Pero esta convicción, tan arraigada, encubre un hecho elemental: la realidad que habitamos no es el reflejo neutro de lo que existe, sino el resultado de lo que sucesivas minorías han logrado imponer como verdadero a lo largo de la historia.
Jaime Richart
La especie humana solo entra en el terreno ontológico
cuando el individuo originario aprende a distinguir lo que observa como algo
distinto de sí mismo. Esto —diferenciar el objeto observado del propio sujeto— no solo inaugura la
conciencia humana: inaugura el mundo humano. En ese instante surge la
posibilidad de trazar contornos, de fijar identidades, de señalar causalidades.
Sin esa operación cognitiva, no hay objetos; y sin objetos, la noción de
realidad queda vacía. La realidad es, desde su origen, el producto de una forma
de percibir, no una sustancia autónoma que espera ser descubierta.
Sin embargo, no todas las mentes participan por igual en
la tarea de configurar esa realidad. A lo largo de la historia, un rasgo se
impone con claridad aplastante: las grandes definiciones de lo real han sido
obra de minorías disciplinadas, organizadas y con capacidad de imponer sus
categorías al resto de la sociedad. La mayoría nunca ha tenido un papel
significativo en este proceso. Ha recibido y aceptado la realidad ya elaborada,
pero nunca la ha producido. De modo que se va transmitiendo generación tras
generación a menudo, además, reformada.
En el Egipto faraónico fue el clero quien dio forma al cosmos. En Grecia, un puñado de filósofos definió
o reinventó el ser. En Roma, una élite jurídica decidió lo válido y lo existente. El
esclavo era cosa, no un ser humano. El cristianismo medieval, desde concilios y
monasterios, modeló la realidad espiritual y moral de millones. La Ilustración
la reinterpretaron los despachos científicos y los enciclopedistas. El siglo XIX
dispuso el dominio del laboratorio sobre el sentido común. Y el siglo XXI ha
cedido ese poder a minorías técnicas invisibles:
los programadores y los arquitectos del algoritmo.
Cada una de esas minorías impuso su propia selección de
lo evidente. Lo que llamamos “hecho” es, casi siempre, un consenso,
un acuerdo por la fuerza del prestigio, la autoridad o el aparato
institucional. No hay en esto una conspiración, sino un mecanismo estructural:
la realidad social, política, científica e incluso moral nace allí donde un
pequeño grupo consigue fijar los criterios de lo aceptable y lo inadmisible. La
humanidad no vive en la realidad, sino en la interpretación dominante de una
minoría.
Incluso la ciencia, paradigma moderno de objetividad, se
rige por comunidades reducidas que deciden qué preguntas son legítimas, qué métodos son obligatorios y qué resultados merecen
ser llamados “verdadera descripción del mundo”. El ciudadano contemporáneo cree vivir en una cultura
guiada por el principio de evidencia, pero en realidad vive al dictado de los
criterios de un estamento técnico que produce lo real para los demás. Su autoridad se
basa en su eficacia práctica, no en su acceso privilegiado a la esencia del
mundo.
Desde esta perspectiva, la realidad no refleja el ser,
sino una genealogía de consensos minoritarios. No es un descubrimiento
progresivo, sino una sedimentación histórica. Lo que hoy consideramos incuestionable —desde la noción de
individuo hasta la del átomo, desde el tiempo lineal hasta la economía de mercado— no son verdades arraigadas en la naturaleza, sino
decisiones conceptuales que han triunfado a fuerza de repetirse.
Si el ser humano solo se constituye cuando distingue lo
ajeno de lo propio, es lógico que unos pocos se apropien del privilegio de
definir qué es lo ajeno para todos los demás. La realidad es el último botín simbólico: quien controla las categorías controla el mundo.
Por eso la famosa “realidad objetiva” no es más que el resultado de ese largo proceso de
imposición cultural. No hay realidad neutral ni inocente. Lo que existe es un
paisaje conceptual heredado, modelado por grupos reducidos que, en cada época, han decidido lo
que puede ser pensado y lo que debe quedar fuera de lo pensable.
La ontología humana, así entendida, no es una relación con una realidad dada,
sino una relación con una arquitectura de legitimaciones construida por
minorías sucesivas. Y la única libertad posible —si aún cabe ese término— es darse cuenta de ello y no asumir sin más la realidad
heredada, como si fuese el mundo mismo y no la obra, siempre provisional, de
unos pocos.
DdA, XXI/6188
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