Aurora Mínguez
Este domingo cerró el quiosco de mi calle. Su propietario, Jorge, llevaba meses diciendo que la cosa iba mal. Hace poco me comentó que en un año cerraba seguro. No le salían las cuentas. En su quiosco, al lado del Parque de Berlín, en Madrid, se podían encontrar libros, CDs, vídeos, bolsos, mecheros, camisetas... “Un día”, le dije, “compraremos aquí el pan y la leche”. Sus clientes somos (éramos) personas mayores. Y compraban sobre todo La Razón y Abc, porque en este barrio se vota a la derecha. Al lado del quiosco hay un café muy trendy. Nunca vi a ningún joven adquirir allí un periódico y disfrutarlo con su café. El domingo Jorge se me echó a llorar cuando le pregunté si podía darle un beso de despedida. Llevaba, me dijo, 32 años vendiendo periódicos. Ahora vuelve a su primer empleo, carnicero. Ha tenido suerte de encontrar otro trabajo. Y, mientras, me sorprendo cada vez que veo alguien con un periódico por la calle. Es ya una rareza y, a la vez, una señal de identidad. Somos los restos de la era Gutenberg. Somos digitales, sí, no todos, pero el papel nos recuerda que hubo un tiempo en que tu periódico de papel te definía y te hacía formar parte de una comunidad.
DdA, XXI/6166

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