El guion de este Sálvame judicial -escribe Paco Cano en CTXT- abochornaría incluso a Rafael Azcona. Filtraciones nocturnas, mentiras coladas a través de medios especializados en bulos –no olvidemos el 11-M y quién lo propagó– y una fiscalía que reclama garantías a la vez que la hunden en la sospecha. Aun así, el juicio continúa. No contra el que mintió, ni contra el que defraudó, sino contra el que cumplió con su trabajo. La pregunta ya no es si García Ortiz saldrá absuelto. La verdadera pregunta es si quedará algo de democracia cuando acabe la función. Porque si la mentira, el fraude y la corrupción salen impunes mientras la decencia y la verdad se sientan en el banquillo, en el siguiente capítulo la democracia tendrá que buscar abogado de oficio. Atentos al desenlace.
Paco Cano
La justicia también tiene su lado chistoso, aunque a veces el precio de la risa sea muy elevado. España ha convertido ese talento en un género propio, a medio camino entre el esperpento y la tragicomedia. Lo que en cualquier país demócrata sería un escándalo institucional –un fiscal general sentado en el banquillo– aquí se transforma en un culebrón digno del Sálvame más cutre, pero con graves consecuencias para la democracia. La farsa tiene un protagonista a su pesar y dos antagonistas; un novio de ópera bufa y un asesor más tramposo que un casino. El argumento es sencillo y ofensivo a la vez. Va con spoiler.
Entra el primer actor. Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado. Lo acusan de filtrar un correo del abogado de Alberto González Amador –novio de presidenta autonómica y con más facturas creativas que remordimientos– en el que se reconocían delitos fiscales. Pero resulta que, cuando el fiscal recibió ese correo, ya había pasado por más manos que “la falsa monea”. Lo confirmaron tres periodistas ante el Tribunal Supremo. El material estaba circulando por las redacciones seis días antes de que llegara a la Fiscalía General.
A González
Amador, primer antagonista a pesar de ser el centro del embrollo, no se le
juzga, sino que aparece en la trama como víctima colateral de una supuesta
conspiración iniciada por el fiscal. Lo suyo, según la versión oficial de la
Puerta del Sol, no fue fraude, sino un “error administrativo con exceso de
confianza”. En este país, si defraudas pero tienes enamorada a la presidenta
autonómica adecuada, puedes convertirte en mártir de la libertad.
El tercer
personaje es Miguel Ángel Rodríguez, alias MAR, asesor todopoderoso de la novia
en cuestión y urdidor en la sombra de esta pantomima. Fue él quien difundió el
bulo de que la Fiscalía había filtrado el correo. Lo reconoció ante el juez con
la misma naturalidad con la que uno confiesa haberse comido todo el
chocolate. “Era un mensaje sin apoyo en
ninguna fuente... soy periodista, no notario”, dijo. Como si el
periodismo fuera una licencia para inventar y no un compromiso con la
verdad.
El guion de
este Sálvame judicial abochornaría incluso a Rafael Azcona.
Filtraciones nocturnas, mentiras coladas a través de medios especializados en
bulos –no olvidemos el 11-M y quién lo propagó– y una fiscalía que reclama
garantías a la vez que la hunden en la sospecha. Aun así, el juicio continúa.
No contra el que mintió, ni contra el que defraudó, sino contra el que cumplió
con su trabajo.
Una escena lo
resume todo a la perfección. En su declaración, uno de los periodistas, con esa
mezcla de ética y agotamiento que sólo conserva quien aún cree que el
periodismo puede servir para algo, dice: “Tengo un dilema moral. Se está
juzgando a una persona que yo sé que es inocente porque conozco la fuente, pero
no la puedo revelar por el secreto profesional”. El presidente del tribunal,
con sonrisa de Pierre Nodoyuna, responde: “Una cosa es que no lo diga y otra
que nos amenace”.
¿Por qué una
reflexión ética se interpreta como una amenaza? En ese intercambio mínimo se
condensa todo el disparate judicial. Un periodista defendiendo la verdad, un
tribunal desconfiando de la decencia, y un país mirando la escena sin saber si
comer palomitas o apagar la tele. Porque todo el mundo en este país sabe lo
esencial, que el fiscal es inocente, que el asesor mintió y que el novio
defraudó. Pero, como en todo mal bodevil, si el guion no encaja con los hechos,
peor para los hechos.
No hay que ser
muy malpensado para ver en este caso algo más que un error de instrucción. Esto
es un aviso a navegantes, en el que la justicia se coloca al servicio de una
narrativa política poniendo en riesgo el pacto social. Cuando el fiscal general
se convierte en acusado para opacar un engaño a la hacienda pública, cuando los
bulos se propagan desde despachos de poder y cuando los defraudadores se
disfrazan de víctimas, la democracia deja de valernos como sistema y se
transforma en una burda trama de reality.
Lo peligroso
de este caso no es la mentira puntual, sino la pedagogía del cinismo que deja a
su paso. Este juicio enseña que la verdad no importa, que la justicia no
protege y que con los contactos adecuados en el infierno puedes hacer y decir
lo que quieras. En un país ya fatigado de bulos, corrupciones y políticos que
confunden el Congreso con un plató, eso es dinamita institucional. España se ha
convertido en un lugar donde mentir no es
delito, los tribunales redactan guiones de campaña y los editoriales
de la prensa domesticada se citan como pruebas. Mientras tanto, la ciudadanía
se retira poco a poco; apaga la tele, desconfía del voto y renuncia a creer que
las instituciones sirvan para algo. Esa es la gran victoria de MAR & Cía,
no ya destruir el sistema, sino vaciarlo de sentido ciudadano.
La pregunta ya
no es si García Ortiz saldrá absuelto. La verdadera pregunta es si quedará algo
de democracia cuando acabe la función. Porque si la mentira, el fraude y la
corrupción salen impunes mientras la decencia y la verdad se sientan en el
banquillo, en el siguiente capítulo la democracia tendrá que buscar abogado de
oficio.
CTXT DdA, XXI/6165

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