La antigua palabra latina humilis deriva de humus, “tierra”. Significaba estar abajo, en un peldaño inferior del escalafón, sin privilegios ni pedigrí. No haber nacido arriba, arrogantes. El cristianismo dignificó el concepto, y en su imaginario se convirtió en la virtud opuesta a la soberbia: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra”. El cielo estará, después de todo, entre el barro. No olvidemos que el humus o mantillo, en términos geológicos, es la capa que enriquece la naturaleza, la fertiliza y la hace crecer.
Irene Vallejo
En tu adolescencia, te diagnosticaron timidez aguda. A tu alrededor, escuchabas la receta triunfal de aquellos jóvenes sobradamente preparados: tienes que saber venderte. Te empujaban a practicar el arte del currículo inflado, la seguridad arrolladora, la pose fingida de éxito. Estamos en la selva, esconde tu fragilidad, disfrázala de insolencia. Frente al error, arrogancia. Comernos el mundo, pero nunca tragarnos nuestras propias palabras. Así nos impulsan a hacer de la necedad virtud.
De esos peligros no nos salva el orgullo, sino un coctel burbujeante de humor y humildad. La antigua palabra latina humilis deriva de humus, “tierra”. Significaba estar abajo, en un peldaño inferior del escalafón, sin privilegios ni pedigrí. No haber nacido arriba, arrogantes. El cristianismo dignificó el concepto, y en su imaginario se convirtió en la virtud opuesta a la soberbia: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra”. El cielo estará, después de todo, entre el barro. No olvidemos que el humus o mantillo, en términos geológicos, es la capa que enriquece la naturaleza, la fertiliza y la hace crecer. La humildad también puede ser fértil, como conciencia de la propia ignorancia, de nuestros desastres, tropiezos y tonterías, como apertura a aprender. Las limitaciones nos hacen humanos –otra palabra de la misma familia–. Nada germina en piedra sólida, mientras la tierra frágil alimenta el cultivo y la cultura.
En Indiana Jones y la última cruzada, el arqueólogo más carismático triunfa porque sabe que no es oro todo lo que reluce. Su misión consiste en encontrar el Grial antes que los nazis, para evitar que Hitler alcance gracias a él la vida eterna. Tras superar pruebas y trampas, llega al escondite donde un espectral caballero de la Primera Cruzada custodia el cáliz sagrado, escondido entre muchas copas falsas. Indy no se deja tentar por las orfebrerías suntuosas, incrustadas de joyas. Toma en sus manos la más modesta y susurra: “Es la copa de un carpintero”. “Has elegido sabiamente”, concluye el achacoso guerrero.
El filósofo Sócrates, adalid del conocimiento dialogante, solía derrotar a sus adversarios atribuyéndose un perfil bajo. Se presentaba como el más ignorante; iba descalzo a todas partes y bromeaba sobre su mayúscula fealdad; siendo maestro, se comportaba como un discípulo. Era alguien que tenía las dudas muy claras. Astutamente, prefería reconocer sus errores antes de que otros los exagerasen. Creía que el proceso de aprender desafía a la vanidad, que no se detiene a pensar porque está ocupada en alardear.
También en los relatos folclóricos y en los mitos acaban triunfando, tras un largo camino de aventuras y formación, las criaturas repudiadas. Los héroes al principio sufren burlas y desprecio, los llaman Bobo, Mudito, Cenicienta, Juan el Tonto o Patito Feo. Las historias protagonizadas por el personaje más joven y en apariencia más inepto ofrecen al niño –que se siente torpe frente al complejo mundo adulto– alivio a sus miedos, consuelo y esperanza.
LA NACION, CR
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