Paco Faraldo
Ahora que tantos hechos se empeñan en dar la razón al creciente número de ciudadanos que afirman que todos los políticos son iguales, es cuando la regeneración de la vida partidaria resulta más urgente. Da la impresión de que una de las actividades más nobles del ser humano –la política- que, en condiciones normales supone para quienes la ejercen un sacrificio personal en favor de los intereses generales y el bien común, se ha transformado en refugio y pesebre de una cohorte de mediocres y candongos en búsqueda del beneficio propio a cambio de la sumisión absoluta a la voluntad de un jefe.
Los partidos hegemónicos son a menudo meras máquinas electorales. La lucha de ideas entre quienes quieren conservar y los que quieren transformar se considera una antigualla. Lo único que importa, para unos y para otros, es la administración de lo que hay y las fuerzas que se suceden en el poder desarrollan programas muy parecidos aunque lo hagan de un modo más o menos aseado. La palabra ideología, lo que diferencia a unos de otros, es hoy un insulto: menos ideología y más posibilismo. Solo importa lo que es rentable en términos electorales. La ideología se sustituye por la gestión.
Así las cosas, muchos partidos ofrecen un hábitat muy atractivo para vividores de toda especie. Y en su seno se confunde la lealtad con la fidelidad, de modo que para ser militante y medrar basta con aplaudir cuando toca y colocarse siempre al lado del jefe moviendo la cabeza afirmativamente cada vez que este abre la boca. Es decir, ignorar que la lealtad, virtud que ennoblece, no es exactamente lo mismo que fidelidad, característica más propia de los cánidos que recuerda las adhesiones inquebrantables de otros tiempos.
Sin partidos no es posible la democracia, se dice. Pero la democracia pierde sentido cuando los partidos se transforman en meras plataformas electorales que funcionan de puertas adentro como órdenes religiosas donde los dogmas sofocan a las ideas. Y la ausencia de crítica y poso ideológico lleva inevitablemente a la naturalización de la corrupción y la mentira. Lo que tenemos.
Y no me quiero poner shakespeariano, pero la historia demuestra que en el corazón de los fieles, no de los leales, germina con frecuencia la semilla de la traición.
DdA, XXI/6052
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