Nadine Quomsieh
Soy feminista. Creo profundamente en el poder, la
valentía y la necesidad de la liberación femenina. Pero también escribo como
palestina, observando un movimiento feminista global que a menudo se eleva
hacia las estrellas mientras camina sobre los escombros que hay bajo sus pies.
En Gaza, las mujeres no piden puestos en las juntas
directivas ni participar en misiones a Marte. Piden pan, agua, jabón. Una
compresa. Que sus hijos se despierten por la mañana. Si nuestro feminismo no
puede dar cabida a esa realidad, si no se detiene a escuchar las voces bajo los
escombros, entonces ¿qué estamos construyendo y para quién es realmente?
En un refugio, una madre arrancó tiras del vestido de
su hija para usarlas como paños menstruales. Otra forró sus zapatos con cartón,
sangrando en silencio para no manchar el suelo. Estas no son metáforas,
ocurrieron un martes por la mañana en Gaza. Y, sin embargo, con demasiada
frecuencia, no se mencionan en los pasillos de la solidaridad feminista
internacional.
Las mujeres palestinas no esperan ser salvadas. Son
maestras, médicas, periodistas, poetas, cuidadoras y protectoras de la vida.
Incluso, mientras sus hogares se derrumban, organizan filas para conseguir
comida, cuentan historias y reconstruyen cualquier retazo de normalidad que
puedan encontrar. Su resistencia no siempre es ruidosa, pero sí implacable. Ser
testigos de eso y seguir hablando de “empoderamiento femenino” sin incluirlas,
no es empoderamiento. Eso es supresión.
Nos dicen que el feminismo se trata de elección. Pero
a muchas mujeres en Palestina se les ha arrebatado la libertad de elegir: no
solo por el patriarcado, sino también por la ocupación, la guerra y la negativa
del mundo a verlas, a vernos. ¿Qué es la libertad de elección cuando no puedes
elegir bañar a tu hijo, que vaya a la escuela o que pueda vivir sin miedo?
Esto no es un llamado a la acción. Es un llamado a la
participación. Un llamado a un feminismo que no le teme la incomodidad. Que no
aparta la mirada de la sangre en el suelo porque no encaja en una campaña
desinfectada. Un feminismo que recuerda sus raíces: resistencia, solidaridad,
justicia, no solo representación.
Porque el feminismo que no habla cuando las mujeres
mueren de hambre bajo el asedio no es feminismo. El feminismo que no llora
cuando las niñas son sacadas de debajo de los escombros no es feminismo. Y un
feminismo que no puede nombrar Gaza no es feminismo. Es un teatro.
Así que pregunto, con amor, no con reproche: ¿puede
nuestro movimiento global extenderse lo suficiente para albergar el dolor, la
fuerza y la verdad de las mujeres palestinas? ¿Puede arrodillarse junto a
nosotras, escucharnos, apoyarnos, no porque seamos perfectas, sino porque somos
humanas?
Porque aquí también es donde vive la lucha. Aquí
también comienza la liberación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario