Jacint Torrents
Los acontecimientos de todo tipo
vividos en estos últimos tiempos sacuden a Europa. No sólo nos afecta el cambio
climático, los trepidantes avances informáticos y las guerras más cercanas,
sino también el descarrilamiento de las socialdemocracias, que ha propiciado el
ascenso de los totalitarismos. Todo apunta a que se tambalea el proceso de
unión económica y política en Europa, nacido para evitar las sangrientas
guerras del siglo XX.
Conviene,
pues, volver a pensarnos, redescubrir nuestras raíces, saber a dónde queremos
ir y cuál debe ser nuestra aportación a la humanidad en estas nuevas y
difíciles circunstancias. Porque los europeos, a diferencia de los habitantes
de otros continentes, compartimos una forma de ser, una visión del mundo y un
conjunto de valores que nos unen; un mismo espíritu.
No sería
la primera vez que esa reflexión es necesaria. Después de la Gran Guerra
(1914-1918), cuya mala resolución ayudó a incubar el nacimiento del fascismo en
Italia y el ascenso de Hitler al poder, la prestigiosa revista catalana Mirador,
siempre atenta a la modernidad europea, publicó en 1935 las traducciones de un
debate desarrollado en Francia (en Les Nouvelles
littéraires) por unos cuantos intelectuales —pensadores, escritores y
artistas— sobre el espíritu europeo y sobre qué hacer para mantener la paz, la
libertad y la justicia. Destaco sólo de esos artículos la opinión de Julien
Benda, pesimista y lúcido, que creía que la unidad europea sólo llegaría a ser
«un consorcio de empresas». Y la de André Marois, que también opinaba que iba a
llegar «una era de nacionalismo económico y político sin ningún espíritu
unificador». Asimismo, Paul Valéry veía difícil una unión al margen del
espíritu europeo. Pero, ¿cuál era y qué era ese espíritu europeo?
El
desastre se abatió de nuevo sobre Europa con la Segunda Guerra Mundial
(1939-1945), después del preludio de nuestra Guerra Civil. Más de sesenta
millones de muertos hablan del fracaso de un continente del cual, en el orden
del espíritu, habían surgido genialidades como Dante, Miguel Ángel, Galileo,
Verdi, Bach, Voltaire, Pascal, Montesquieu, Mozart, Cervantes, Shakespeare,
Newton, Goethe, Kant… Darse cuenta de que este historial de éxito contrastaba
con el fracaso por el desastre humano y espiritual de la contienda, hizo que en
1946 nacieran en Suiza —el único islote de paz durante aquellos años— los
Rencontres Internationales de Genève, donde de nuevo, y para marcar distancias
con el americanismo y el sovietismo, se reflexionaría sobre el espíritu
europeo.
En estos
primeros encuentros, fueron invitados intelectuales como Benedetto Croce,
Bertrand Russell, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, André Malraux, Emmanuel
Mounier, Arthur Koestler, Boris Pasternak, Ortega y Gasset, Bermann, Berdiaev,
Aldous Huxley, Jean Guéhenno Georg Lukacs, Georges
Bernanos y Karl Jaspers, entre otros —pero no todos quisieron o pudieron
asistir. Y los intelectuales que acudieron estuvieron de acuerdo, en general,
en que el espíritu europeo tenía sus raíces en la civilización grecolatina, a
la que el judeocristianismo aportó la idea revolucionaria de la fraternidad. El
espíritu europeo tiene, pues, sus raíces en Atenas, Roma y Jerusalén, es decir:
el Dios único de la Alianza, Atenas o la filosofía, y Roma o la civilización
universal. O también: la historia de Israel, la historia griega y la historia
romana. Sin excluir la participación de otras semillas (el humanismo, la
ilustración, la revolución francesa...), considerándolas, sin embargo, como
menos fundamentales.
El
espíritu europeo, en opinión de muchos, está llamado a ser y a conservar la
conciencia de la humanidad, donde la libertad, la solidaridad y el pluralismo
sean los fundamentos de la paz y de la convivencia. Y convendría que hoy, al
margen de los políticos de turno, los «trabajadores del espíritu», y toda
persona con inquietudes, volvieran a pensar en ello.
DdA, XXI/5.945
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