jueves, 28 de marzo de 2024

ATADOS A LA SEMANA SANTA EN UN PAÍS ACONFESIONAL


Silvia Cosío

La memoria es una cosa asombrosa y extraña. No tengo ningún recuerdo del Mundial de fútbol del 82 más allá de una hucha de Naranjito que estuvo mucho tiempo cogiendo polvo en mi habitación y que me temo jamás se llegó a llenar porque siempre encontraba una excusa para agarrar una moneda, sin embargo nunca olvidaré la primera vez que vi El Imperio Contraataca. Y es que soy capaz de recrear todavía el torbellino de emociones que me provocó, la pena al ver a Han Solo congelado en carbonita, la sorpresa ante la revelación de Darth Vader, la rabia cuando Luke pierde una mano y la desolación ante ese final a medio camino entre la derrota y la esperanza.

Supongo además que muchas de esas emociones las he ido reconstruyendo a lo largo de mi vida, se han ido alimentando y sustituyendo por las que sentí las decenas de veces que he revisitado la película, hablado o reflexionado sobre ella. Nuestra memoria está construida siempre sobre vagos recuerdos y miles de palabras en torno a ellos, somos y recordamos lo que contamos, lo que nos contamos, lo que nos cuentan.

Algo así me pasa con la Semana Santa y la cantidad de sentimientos encontrados y recuerdos que me provoca. En mi memoria la Semana Santa no es más que el Día de Ramos y el Día del Bollu. Para mi la Semana Santa empezaba el domingo en el que estrenaba un precioso e incómodo vestido cosido y bordado por mi madrina mientras llevaba calcetines de perlé que me raspaban los tobillos, y acababa al siguiente domingo cuando mi tía me regalaba una tarta de almendras adornada con figurillas enormes de chocolate de la que mi hermana y yo íbamos echando mano cada vez que pasábamos por la cocina. Y entre un domingo y otro estaban esos días en los que no se iba a clase y en los que todo estaba cerrado y que aprovechaba para ver en la tele pelis de romanos con mi abuela. Esos días mi abuela y yo no le hacíamos ascos a ninguna peli en la que salieran señores en minifalda llevando un flequillo muy feo pero nuestra favorita de siempre era, sin duda alguna, Quo Vadis? porque amábamos mucho a Deborah Kerr y sobre todo porque nos encantaba ver a Nerón tocar la lira mientras ardía Roma por su culpa.

No es, por tanto, Semana Santa, una época que me moleste especialmente per se, sobre todo si me atengo a mis recuerdos y experiencias personales, pero esto de la convivencia y la construcción de la polis es algo mucho más complejo que las experiencias y los recuerdos particulares.

Siempre me ha resultado muy extravagante, voy a ser generosa con el adjetivo, que en España las tan necesarias vacaciones de primavera estén supeditadas a una celebración religiosa que ni siquiera se mantiene estable en el calendario, obligándonos a adaptar nuestros trabajos, horas de ocio y la organización de los mal llamados trimestres educativos, en torno a lo que se decida desde el Vaticano cada año. Resulta, cuando menos, peculiar que sigamos atados a la Semana Santa en un país no confesional y cada vez más alejado de la práctica y la subordinación al catolicismo. Creo, honestamente, que deberíamos organizar el calendario vacacional y el educativo basándonos en cuestiones racionales y no en la costumbre y en las tradiciones, sobre todo teniendo en cuenta que las sociedades son cada vez más diversas, también en lo religioso, y que muchas de esas tradiciones que nos quieren hacer creer que son innatas en realidad nos son ajenas o impostadas.

Como la mayoría de la gente que me estará leyendo, me he criado en una familia muy diversa: hay gente de izquierdas, de derechas, ateos, católicos y repunantes de varios tipos. Mi abuela materna, por ejemplo, era una mujer absolutamente encantadora, buena, amable, guapa como pocas veces he visto a alguien, y muy de derechas y creyente. La he visto rezar el rosario en casa, asistir a novenas, ir a misa los domingos, visitar Vírgenes y Santos, santiguarse para todo… Y sin embargo no recuerdo que en Semana Santa me llevara a ver pasos y procesiones en Xixón, que haberlas hailas, pero jamás nadie pudo decir que esta ciudad destacara por ellas… hasta ahora.

Podríamos ponernos a discutir, y sería legítimo, el papel de la religión en las sociedades actuales, la necesidad de separar el ámbito público del privado, así como la urgencia de regular el uso y el disfrute del espacio público, la participación de autoridades y estamentos públicos en actos religiosos, y por tanto en actos de naturaleza privada o el que las instituciones sigan financiando y perpetuando supersticiones, por no hablar del cinismo de acusar de adoctrinamiento a los demás  mientras se desfila con mantilla o capirote detrás de un Cristo o el racismo y el desprecio que muchos muestran ante otras prácticas y tradiciones religiosas…

Podríamos también hablar de que la Semana Santa es un fenómeno muy complejo en el que se mezclan a varios niveles cuestiones religiosas pero también antropológicas y culturales que la vinculan con prácticas paganas. Todo ello sería cierto y pertinente, pero, por encima de esto, en mi mente sobrevuela la impresión de que desde hace un par de años la Semana Santa en esta ciudad no es más que una de las muchas batallas en las guerras culturales que la reacción nos está colando de matute. Unas guerras culturales en las que se busca, además, imponer una imagen totalmente homogénea, acrítica e intercambiable de cada una de nuestras ciudades en un país nada homogéneo y sí muy plural y diverso. Visión de la que además participan muchos ayuntamientos que han caído en la fiebre salvaje de la turistificación, en una carrera hacia ninguna parte en la que cada ciudad parece competir con la siguiente en ofrecer las mismas diversiones, las mismas atracciones y tradiciones impostadas, convertidas en parques temáticos ridículos, aculturales y sin personalidad, y en las que ya casi parece que da lo mismo si paseas al Cristo del Gran Poder o a San Luke Skywalker mártir de la Ciudad Nube de Bespin.

MI GIJÓN  DdA, XX/5597

No hay comentarios:

Publicar un comentario