sábado, 1 de noviembre de 2025

"ABRIR LA TIERRA": 6000 FOSAS COMUNES MANCHAN AÚN ESPAÑA DE TENAZ INFAMIA

"Hoy, un cuarto de siglo después de aquella excavación pionera del Bierzo, se calcula que continúan sin rescatar más de 100 000 personas en cerca de 6000 fosas comunes que manchan el mapa con su tenaz infamia. La interesada amnesia política y mediática, la desidia institucional y la crónica falta de recursos dificultan o frustran las localizaciones y los trabajos". La reseña en El Cuaderno de mi estimado Antonio Monterrubio del poemario "Abrir la tierra", del poeta zamorano Luis Ramos de la Torre, nos recuerda que exponer la ignominia, no dejar que la recubran las nieves del tiempo, la malevolencia y la desidia, es labor que a la conciencia de cada uno compete.


Antonio Monterrubio

Abrir la tierra es un libro necesario y urgente. Quizá sorprenda este último calificativo, cuando hechos allí aludidos se remontan a casi nueve décadas atrás, camino ya del siglo. Pero esa urgencia es el indicio más claro de la indecencia de múltiples facetas contra la que claman estas páginas. Un viejo chiste recomienda sagazmente buscar las llaves no donde hay luz, sino en el lugar mismo en que se perdieron. Otro tanto sucede con la vergüenza. Debe recuperarse allá donde fue extraviada. Si la Transición que se nos vende como modélica hubiera gozado de las calidades con que se la publicita, la senda de verdad, justicia y reparación resultaría mucho menos larga y tortuosa. La España democrática no ha sabido –o no le han consentido– mostrar la exigible altura moral para con las víctimas del franquismo.
Cada vez quedan menos testigos vivos de la infamia, mientras hay quien espera que el paso de las generaciones vaya diluyendo el dolor, hasta anularlo. Pero, como el filósofo y poeta Adolfo Sánchez Vázquez nos advirtió en versos escritos en un exilio sin retorno, «el pasado no pasa enteramente / y el que olvida su paso, su presencia / desterrado no está, sino enterrado».
Luis Ramos de la Torre emprende un viacrucis lírico por tres estaciones de aquella ignominia de la que venimos y que aún no hemos dejado atrás. La primera parte del libro, «Letanía del topo», se centra en la triste figura de los enclaustrados (in)voluntarios que permanecieron largo tiempo en el limbo, fuera de todo contacto humano, salvo con uno o dos seres cercanos. Atrapados en su estrecho laberinto, eremitas recluidos en el interior de su concha veían pasar los meses y los años sin ánimos y sin esperanza, con el miedo arañando las paredes de su refugio. Sus vidas hacen pensar en el protagonista del relato de Kafka La Madriguera, que construye su guarida temiendo a cada minuto que sus enemigos lo alcancen y la noche definitiva caiga sobre él.
Aquí los nombres de los emparedados, nomenclátor del dolor causado por el agobio y la pena, se entrelazan con fragmentos de prosa poética. Se incluye una sucesión de bendiciones a la vida, el silencio, la oscuridad, la casa, todo cuanto mantiene aún, contra viento y marea, los latidos del corazón. Y siempre «con la esperanza entre los dientes», según reza el título de John Berger citado por el autor. La palabra TOPOS, repetida en mayúsculas en estas páginas, suena cada vez como un aldabonazo que llama a lo más íntimo de la conciencia, que conmueve las entrañas. Los últimos versos del poema que cierra esta sección nos transmiten el anhelo nada secreto de todo topo, de aquellos y aquellas –pues las hubo– que conocieron la angustia y la demencia que acompañan a la muerte en vida:
Ansía, sin más,
             renacer en su respiro.
Darse de alta del silencio.
             Vivir.
Habilitar sin más su letanía.
Ese era también el deseo, callado por la razón de la fuerza, de muchos que paseaban por la calle poseídos por el miedo o la resignación. Y más aún de quienes apretaban con rabia los dientes bajo el yugo de la tiranía y la miseria moral, suspirando por volver algún día a la vida.
El segundo apartado de Abrir la tierra evoca la tragedia de tantos miles de presos, mantenidos en condiciones infrahumanas durante años y que, en no pocas ocasiones, acabaron sucumbiendo a la crueldad infinita. Comienza con un recuerdo emocionado a Miguel Hernández, poeta del pueblo y para el pueblo, vilmente llevado a la muerte por el abandono y la saña de sicarios implacables. «Si no tuviese ojos» ejemplifica en la antigua prisión de Lugo el terror sembrado por el fascismo a lo largo y ancho de esta sufrida piel de toro. La cárcel era el agujero negro más allá de cuyo horizonte de sucesos nada podía verse, donde reinaron por décadas el maltrato, la tortura, las vejaciones y el asesinato.
También aquí los nombres de los desdichados que padecieron en sus carnes el frío, el hambre y las enfermedades balizan el texto poético.  Y la primera pregunta que nos asalta es «¿de qué sirvió todo aquel dolor?».
O Vello Cárcere.
Lugar turístico, hoy.
             Centro Cultural.
[…]
¿Dónde el reconocimiento?
             ¿Dónde el recuerdo
por tanto sufrimiento sin sentido?
Quedan nombres en las paredes, sí, pero con eso no basta. Solo la exposición valiente y completa del espanto acumulado en aquellos años de plomo puede derrotar la ignorancia. Deberíamos sentirnos abochornados de que, medio siglo después de la desaparición del dictador, no se haya devuelto la honra y rendido el inexcusable tributo a todos esos cuerpos dolientes que, con frecuencia, supieron del tormento, la inanición y la agonía.
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabello ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo,
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Primo Levi escribió estas palabras al comienzo de Si esto es un hombre, primer volumen de su Trilogía de Auschwitz, crónica del horror y las privaciones cotidianas de aquellos prisioneros a quienes se les negaba la dignidad, e incluso la propia condición humana. Muchos fueron los que aquí, de Pirineos abajo, conocieron suertes similares. Por todas esas víctimas son necesarias la verdad, la justicia y la reparación, aunque sea tarde. En esta elegía por cuantos malvivieron y a veces malmurieron en las cárceles de la dictadura, demanda, exige Luis Ramos:
No más silencio ajado.
Ni vergüenza
Inexplicable y ruin es tanto engaño,
tanta desmemoria y ajada Democracia.
Hágase ya la luz.
Venga su claridad sin miedo.
La tercera sección de Abrir la tierra, «La voz de las cunetas», reproduce buena parte de los poemas que en su día integraron Entre cunetas, publicado en 2015. Poco ha cambiado desde entonces. Las llagas siguen sin cicatrizar, y el esfuerzo para acabar con tamaña inmoralidad se nos antoja rácano y temeroso. Todos somos herederos espirituales de quienes sacrificaron su vida, su libertad o su felicidad en defensa de nobles ideales.
A las ascuas de las heridas
aún no acude
la materia roñosa
de la memoria silenciada,
ni su ceniza sorprendida sopla
la calderilla de tanto mutismo cómplice.
En septiembre del año 2000 se realizó la primera exhumación con garantías científicas de una fosa de la guerra. Fue en Priaranza del Bierzo, León. Allí fueron tirados sin miramientos los cadáveres de trece hombres fusilados por su fidelidad a los valores republicanos. Hasta ese día, cuando la nueva etapa democrática había cumplido ya veintitrés años, el arañar la tierra en busca de los asesinados había sido cosa de los familiares, amigos o vecinos. Hoy, un cuarto de siglo después de aquella excavación pionera del Bierzo, se calcula que continúan sin rescatar más de 100 000 personas en cerca de 6000 fosas comunes que manchan el mapa con su tenaz infamia. La interesada amnesia política y mediática, la desidia institucional y la crónica falta de recursos dificultan o frustran las localizaciones y los trabajos.
Cuando se habla de desaparecidos, nos movemos en el campo de minas del eufemismo. No se trata de seres evaporados por arte de magia, sino ejecutados a sangre fría, con premeditación, alevosía e inhumana crueldad. Llamarlos así es un ultraje. Solo sirve para que los diversos poderes y el público en general lo asimilen y digieran con mayor facilidad y, en consecuencia, lo olviden en el desván de la memoria. Se está atentando contra la verdad al tapar la cruda y dura realidad bajo el manto de palabras balsámicas, pero falaces. Ante las cunetas no basta con denunciar la maldad y la baba funesta de los que demandan pasar página y no reabrir heridas. Tampoco con esgrimir el piadoso argumento de dar satisfacción a las familias de los aplastados por la barbarie fascista. Cuando se excava y, lentamente, van apareciendo huesos, restos de ropa, un botón, un pedazo de carta, todas las personas de buena voluntad deberían sentirse consternadas por la injusticia y el crimen. No es preciso tener represaliados, encarcelados, torturados o asesinados entre los parientes o amigos. Es suficiente con que la conciencia no se haya agostado bajo los calores del odio político y mediático.
En este país, donde tenemos muertos de primera, de segunda y de tercera, el sentir dolor por cada uno de ellos, sin distinciones ni acepción de personas, es marca de grandeza moral. A veces la empatía cuesta, y sano es admitirlo, pero llegar a ella es un triunfo de la dignidad. Las heridas de un ser humano son patrimonio de la humanidad entera. El duelo por las víctimas de la iniquidad y la abyección es una condena del salvajismo en el que puede caer el hombre abstracto, y de lo caro que lo pagan los hombres concretos. No es una cuestión de banderías. Como señala Manuel Rivas en su prólogo al libro Vencidxs, «la relación con la memoria no es un problema partidario. En todo caso, sería una opción entre el partido de la humanidad o de la inhumanidad». Y es deber inexcusable del partido de la humanidad, si quiere merecer su nombre, sacar esos cuerpos de la tierra del exilio eterno y darles digna sepultura. Así presta oído el poeta a la voz de los humillados y ofendidos:
¡QUITADNOS
esta piedra,
estas sombras
ya de encima.
No la yerba
ni su olor
que nada ocultan!
¡Quitadnos
este peso
ingrávido
que aprieta.
Su canto
de maldad
emponzoñada!
Enterrar con honor a los muertos es un anhelo común a toda nuestra especie, una seña de identidad humana. Como Antígona sabía, esa norma universal e intemporal no puede ser conculcada, suspendida o ignorada por el interés y el capricho de espíritus malvados y vengativos. A lo largo de siglos y continentes, otras han repetido –o intentado emular– el gesto de la joven tebana. Miles de fallidas Antígonas han vagado por los campos y las calles de España sin hallar jamás el cadáver amado sobre el que depositar un puñado de tierra. En su nombre y contra las estrategias del olvido planificado, se impone enarbolar, como en este libro hace Luis Ramos de la Torre, la voluntad de una memoria viva, de mantener encendida a perpetuidad la llama de la denuncia. Exponer la ignominia, no dejar que la recubran las nieves del tiempo, la malevolencia y la desidia, es labor que a la conciencia de cada uno compete. «Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros», dice el verso de Luis Cernuda en el poema «1936» incluido en La desolación de la quimera. Al noble empeño de reavivar el testimonio y darle permanencia pertenece, por derecho propio, este Abrir la tierra.
EL CUADERNO  DdA, XXI/6154

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