Una mina en el paraíso y otras historias de La Raya

En el año 2009, el profesor y escritor Luciano G. Egido publicó la novela Los túneles del paraíso
(Tusquets). Cuando leí el libro yo no sabía prácticamente nada de la
línea del ferrocarril que unía Salamanca con Oporto, una línea cuyas
obras se iniciaron en 1881 y que llegó a la frontera con Portugal en
1887, muy poco tiempo si se tiene en cuenta que para el tramo final, el
terrible descenso por el valle del río Águeda, se tuvieron que construir
diecinueve puentes metálicos y veinte túneles. En su momento esta línea
de tren representaba, como recogían los periódicos, la oportunidad para
un «territorio de frontera», de romper «la brecha de su aislamiento y traspasar el umbral de la modernidad».
Y se consiguió. No fue nada fácil, porque a los obreros que construían
el ferrocarril les pasó de todo: riadas, epidemias, accidentes… Un buen
número de muertos para que por fin «estas locomotoras arrastren las producciones de la agricultura y la industria hacia los mercados de Lisboa y Oporto
y se establezca con aquellas dos poblaciones un comercio que aumente
nuestra vida mercantil y nuestras relaciones, finalizado el camino que
abriga la esperanza de reportar grandes beneficios a dos pueblos
hermanos y facilite la prosperidad y el bienestar de las comarcas». Y
sí, da gusto ver el optimismo que traía siempre la construcción de un
ferrocarril. Pero por desgracia ese optimismo muchas veces era
desmentido por la realidad. El tren llegó y pasó. Y murió sin pena ni
gloria un frío enero de 1985, después de años de lenta e inexorable
decadencia.
¿Y murió
y punto final? No. Por suerte no. La línea de la Fregeneda es un muerto
que se resiste, muy discretamente, a ser olvidado. Y que incluso pide,
muy discretamente, porque aquí todo es así, sin estridencias, sin
grandes golpes ruidosos, volver a la vida. Desde hace algunos años un
puñado de vecinos está luchando para rescatar el ferrocarril. Empezaron
por su cuenta, sin ningún apoyo oficial, e incluso con muchas
reticencias por parte de la propietaria de la línea, entonces RENFE y
ahora ADIF. Todo empezó a cambiar cuando todo el tramo, los setenta y
ocho kilómetros de vía entre La Fregeneda y La Fuente de San Esteban,
fue declarado Bien de Interés Cultural. Al mismo tiempo, los vecinos, que continúan con su lucha, han creado una asociación,
y durante los últimos años se han dedicado, por su cuenta y riesgo, a
limpiar y hacer transitable las vías. La idea, o una de las ideas, es
hacer una especie de vía verde, sin quitar los carriles (que por cierto
aún tienen las traviesas originales, lo que da una idea del poco
mantenimiento que tuvo este ferrocarril), pero acondicionando los
puentes y los túneles para que cualquiera pueda pasar por ellos sin
peligro. Otros proyectos son un posible tren turístico, o colocar
bicicletas sobre los raíles, como ya se ha hecho en otros sitios. Todo
está abierto y la situación ha mejorado notablemente ahora que por fin
la Diputación de Salamanca ha decidido intervenir y ha iniciado las
obras de rehabilitación del tamo final, el que baja desde la meseta
hasta las aguas del Duero, en pleno Parque Natural de los Arribes.
Si
alguien se toma la molestia de conducir hasta allí, si alguien se toma
la molestia de llegar hasta el punto donde el río Águeda se une al
Duero, descubrirá una frontera que no existe, o que solo existe en los
mapas, que desde luego no existe para el halcón que vuela de un lado a
otro del río, una frontera desierta, donde un moderno puente de
carretera nos permite pasar a lo que parece ser otro país. Aunque uno
sospecha de inmediato que eso no es cierto, o es cierto solo en los
mapas, y nos permite ver un valle tan hermoso como perdido, un valle que
es exactamente igual al valle por el que hemos bajado, después de
curvas y curvas, hasta el fondo de ese gran cicatriz en la dura meseta
que divide dos países, aunque nunca dividió a los habitantes de los
pueblos de la zona, de uno y otro lado de La Raya.

«Siempre hemos pasado por el puente, cuando estaba mal también pasábamos»,
me dice un vecino de Boada. Mientras tomo el café en el bar del pueblo,
el que supongo que será el único bar del pueblo, me explica cómo llegar
a la estación de la Fregeneda y me cuenta que cuando pasaban los
túneles sus pies se hundían en un suelo blando y resbaladizo que no era
más que una gran capa de mierda de murciélago. El puente al que se
refiere, el puente internacional del ferrocarril, no es ninguna
tontería. Como para pasarlo de noche y en mal estado… Si te caes al río
lo tienes francamente muy mal. Pero aquí la frontera nunca ha sido una
frontera, y por eso tenemos la Ruta de los Contrabandistas, que es un complemente perfecto para una excursión por la vieja vía de tren.
¿Y ya tenemos el final feliz? Pues no. Aún no lo tenemos. En Vitigundino, capital comarcal, me cuenta la dueña del hostal que «antes éramos tres mil quinientos vecinos, pero ahora somos dos mil quinientos».
Si la capital comarcal pierde vecinos, ¿qué pasará en los pueblos más
pequeños? La respuesta es muy evidente, y lo que pasa aquí no es nada
que no pase en Soria, en Teruel o en el interior de Castellón. Pero aquí
tienen ahora una esperanza de futuro, o eso es lo que piensan algunos,
mientras otros les dicen que no, que ese no es el futuro que debería
ser, el futuro que es el futuro bueno para ellos. En realidad, pienso
yo, tienen dos esperanzas de futuro, pero las dos son totalmente
incompatibles, me temo.
Por un
lado, la mina, una enorme mina de uranio, la que según cuentan sería la
explotación minera a cielo abierto más grande de Europa de ese tipo, y
repito, estamos hablando de uranio, que no es ninguna tontería. Por otro
lado los arribes del Duero, el Parque Natural, la «vía verde» o la «FerroNatura:
Vía Natural de la línea férrea de frontera hispano-portuguesa», a lo
que se suma el balneario de Retortillo (curiosamente muy cerca de la
futura mina), además de tener cerca una ciudad tan turística como Ciudad
Rodrigo, y todo un patrimonio natural (la dehesa y los bosques
caducifolios) y artístico-histórico muy poco explotado todavía (y que
conste que el verbo «explotar» hay que juntarlo con mucho cuidado con el
sustantivo «turismo», porque la cosa se nos puede ir de las manos y
acabar fatal). En fin, turismo ecológico, turismo natural, turismo
sostenible… Da igual cómo lo llamemos, la cuestión es que llegue gente y
se quede una noche o dos, o tres o cuatro, y mantengan abiertos los
bares, los hostales, las gasolineras, las tiendas, etc. etc. Eso o que
la mina dé trabajo, como piden algunos, como esperan algunos. ¿Y cómo
están los vecinos? Divididos, como no podía ser de otro modo. Veo muchos
carteles y pintadas. Mina no. Mina no. De repente, encuentro un Mina sí.
Pero sé que hay más. En la empresa minera están haciendo un gran
esfuerzo de propaganda, lo cual es lógico, y si te metes en internet
verás que lo mismo se convocan actos en contra de la mina como actos en
apoyo de la mina. Y todo eso mientras el larguísimo proceso burocrático y
judicial sigue su curso. Se pensaba abrir la mina en el 2018. Pero a
día de hoy no se sabe si se abrirá o cuándo se abrirá.

Repetimos,
es una mina de uranio, no es ninguna tontería. Y es una mina a cielo
abierto, que tiene que arrasar un bosque entero. Y sí, luego, nos dicen,
se puede volver a plantar, luego se puede repoblar y volver a tratar de
dejar la naturaleza como estaba antes; y digo «tratar de dejar» porque
los robles centenarios, las encinas centenarias que se arranquen no se
recuperaran nunca. Esta zona, toda la frontera con Portugal, desde
Zamora hasta Cáceres, ya sea por su aislamiento o por otras causas, está
muy bien conservada. Ecológicamente hablando, paisajísticamente
hablando, es una maravilla. Aquí la tierra es muy dura, estamos en la España silícea,
la de el granito y la pizarra, y la ganadería ha sido durante muchos
siglos la única actividad posible. El cambio es visible cuando, por
ejemplo, se viene por la autovía que comunica Salamanca con Portugal, y
de repente los enormes y llanos campos de cereal desaparecen y el
terreno se vuelve ondulante y verde, con bosques y dehesas, y a veces
prados y zonas de matorral espeso, y muy pocos pueblos y riachuelos
inesperados que obligan a la carretera a trazar curvas sinuosas.
Y
mientras, como pasa siempre que se entra en las comarcas perdidas, en
los huecos del mapa, uno va comprendiendo que aquí los kilómetros se
pueden alargar y alargar y hacerse interminables, y se descubre de
pronto, por una repentina intuición, que la frontera es esta, la
frontera es el desvío de la autovía, la frontera es dejar de ver el
amplio horizonte, los lejanos montes azulados, y perderse en lo
inmediato, en la colina que tenemos delante, en lo que habrá detrás de
la próxima curva. La frontera de verdad no es la frontera de ese río que
no divide nada más que un pedazo de papel. La frontera es la frontera
entre el campo y la ciudad. Entre Salamanca y lo que queda muy lejos de
Salamanca. O entre Oporto y lo que queda muy lejos de Oporto, muy lejos
del mar, muy lejos de la llanura. Los ingenieros que construían el
ferrocarril de la Fregeneda quería eliminar una frontera con un puente,
pero la frontera continua, porque la frontera es la frontera entre el
territorio ocupado y el territorio desierto, entre el territorio que
recibe toda la atención y todos los recursos, y el territorio que solo
sale en la tele muy de vez en cuando, y casi siempre para quejarse de la
falta de atención y la falta de recursos.
Todos
los palacios tienen su sala de calderas y su desván, su basurero, sus
sótanos. El capitalismo puede ser un trasatlántico muy lujoso, donde hay
grandes banquetes y la orquesta no para de tocar, pero en otra parte
del barco alguien trabaja en una ruidosa y sucia sala de máquinas. ¿Va a
ser el campo nuestra sala de máquinas? ¿Nuestro desván? Todo lo que no
nos gusta, las cárceles, los vertederos, los cementerios de residuos
radioactivos, todo lo que hace falta para que la máquina no se pare, las
centrales térmicas y nucleares, las minas, todo eso va al campo, a la
parte trasera, a lo que no se enseña a las visitas y a los clientes, a
los lujosos huéspedes de los camarotes de primera. ¿Es esto lo único que
hay? ¿Tenemos alternativas? Miro la prensa. Como ahora se ha producido
una gran manifestación en Madrid parece que se habla de ello. «Aquí viven dieciséis vecinos»,
leo en un titular. Pues eso es hoy. Mañana puede que sean quince. Y
pasado mañana puede que sean catorce. Los dieciséis vecinos del titular
son ancianos. Son los que nos cuidan la naturaleza. Nuestra naturaleza.
Eso lo olvidamos siempre.
DdA, XV/4278
1 comentario:
¡Gracias por compartir mi artículo!
Un saludo.
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