Jaime Richart
La verdadera ignorancia no es la
ausencia de conocimientos sino el hecho de negarse a adquirirlos, dice el
filósofo Karl Popper.
No sé si en su tiempo
pudo ser acertada esa afirmación, pero en mi consideración la palabra
ignorancia, empleada como una cualidad necesariamente negativa o empobrecedora
de la personalidad, aun para la mentalidad de entonces no tiene la misma
resonancia que la de un pensador estupendo.
Bien porque cuanto más saber más aflicción, como dice un texto hebraico, bien
porque cuanto mayor es el ansia de saber más pronto planea el desaliento. Por otro lado, la verdadera ignorancia puede ser
también deliberada y por consiguiente una opción. En todo caso, la proposición
depende de dos cosas: del carácter del ignorante, voluntario o no, y de la edad.
Sea como fuere, el curioso
permanente y el ávido de saber nunca satisfacen su interés o su curiosidad; no se
contentan con lo que ya saben o creen saber. Por eso, cuando no pueden proseguir
en sus pesquisas sienten la amargura de la incompletitud. Sólo la edad
avanzada les advierte de que nunca llegaron a saber apenas una sombra de lo que
es la esencia de las cosas, pues lo que antes creyeron conocer: árboles,
colores o flores eran sólo metáforas de las cosas que no se corresponden en absoluto
con la esencia primitiva de la cosa.
Sin andarnos por las ramas, lo
que llamamos verdad no es más que una cohorte en movimiento de metáforas, de
metonimias, de antropomorfismos; en resumidas cuentas, una suma de relaciones
humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y
retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes,
canónicas y vinculantes; las verdades son sombras en la caverna platónica,
ilusiones que se ha olvidado que lo son; metáforas gastadas
y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya
consideradas como monedas, sino como metal.
Y son tantas y tantas verdades de
granito las que, examinadas a través del microscopio de la edad, se desmoronan...
Hoy, en tiempos de grandes revelaciones para el demos, a menos que
hayamos optado por desconectarnos emocionalmente de este mundo o sigamos
complacidos en confundir su sombra con la imagen verdadera pero invisible que
la proyecta, es ya fácil comprender que en la sociedad sobran ilusiones,
apariencias, manejadas por la erudición y metáforas asimiladas a “verdades”, y falta por el contrario una considerable lucidez.
Verdades y conocimientos pertenecientes a una suerte de contracultura, enemiga de estas tres
propiedades inestimables: mesura, fineza y prudencia. Verdades y conocimientos
consensuados entre unos cuantos que, arrojados masivamente al exterior,
provocan desconcierto en los espíritus avisados y cierran el paso a la serenidad,
mucho más valiosa para el cuerpo y para el alma que el mucho saber. Pues el eventual
placer intelectivo que éste y las fuentes de conocimientos que las nuevas
tecnologías nos brinda, se logra a costa de menguarnos la consciencia; esa
consciencia plena de los sesenta segundos de que se compone cada minuto a la
que Schopenhauer llama “existencia auténtica”. Por otro lado, la avalancha de información empuja a
lo que la “información” desea previamente: provocar impulsos dirigidos a
saber más de la noticia y a sumar saberes; ello, a su vez, a costa de la
plenitud personal y del equilibrio deseable natural entre cuerpo y espíritu.
Pues bien, habida cuenta todo lo dicho, se comprenderá mejor que, lejos
de valorar o admirar la erudición, más que incomodarme la deteste...
He tratado de plantear el asunto
desde la perspectiva más objetiva posible, pero añadiré que,
personalmente, hace mucho tiempo me negué a adquirir más conocimientos que no fuesen de pasada y me
conformé con los muy escasos que poseo; que, una vez sabidas unas cuantas
cosas indispensables aun sospechando o sabiendo que son inevitables ilusiones
de la mente, me propuse vivir sumido en la ignorancia. Sobre todo en la de los hechos
sociales, tanto pasados como presentes. Pues el deseo de saber más acerca de una nueva
"verdad" imaginaria, la certeza de que las preguntas a su propósito no me serán respondidas a mi satisfaccion, y la de que por mucho
que sepa nunca pasaré de conocer una gota en comparación con el océano que ignoro, me causan tal perturbación que definitivamente prefiero vivir sumado
en la ignorancia tal como la define Popper. O, para ser más preciso, en la
semignorancia de la que no habla, pues no creo que pueda existir otro valor más
preciado que la serenidad y la impertubabilidad
del ánimo. Parece que al poeta romano Marcial le ocurrió igual cuando escribe este
epigrama:
La buena vida es para mí
Dejar lo que se
fue,
Saber sembrar la
mejor vid,
Dar amistad sin
ofender
Sin más gobierno
que el del alma,
Con mente limpia y
siempre en calma.
Sabiduría y
simplicidad,
Saber dormir sin
ansiedad,
La mente en calma
DdA, XIV/3668
No hay comentarios:
Publicar un comentario